Dominique la Pierre, gran periodista y escritor francés aprendió un día que alegría no es lo mismo que fiesta externa, rumba y gritos envueltos en licor y música.
Él era amigo de hacer noticia con lo bello y constructivo y no solo con lo negativo, el crimen, lo tonto o grotesco; por ello un día decidió ir a Calcuta de la India, donde millones viven en miseria fruto de la emigración y búsqueda de trabajo.
Allí encontró a Hasar: un campesino que vivía con su familia en una pequeña barriada; llegó hasta vender su sangre a cambio de conseguir un poco de dinero para el sustento de sus hijos; como a él, Dominique encontró a muchos pero observó que la solidaridad entre todos era inmensa y compartían desde su misma pobreza; mantenían la esperanza que brotaba del amor.
Conoció luego a un sacerdote católico francés de 32 años llamado Paul; animaba con su presencia laboriosa la vida de todos; no tenía que darles pero junto a todos conseguían algo para el diario compartir y calmar el hambre familiar; cantaban y oraban por las tardes y se iban a dormir tras un abrazo fraterno.
Encontró que gracias a los ricksaw (carretas de dos ruedas para llevar pasajeros) muchos tenían trabajo y hacían lo necesario para pasar la semana sin morir de hambre; terminaban cansados de hacer fuerza con la carreta pero sentían su vida útil y fuerte.
Se le ocurrió también ir a visitar uno de los centros que ya eran conocidos en Calcuta y que albergaban a los más enfermos y marginados de la enorme ciudad; allí eran tratados con inmenso amor, atendidos en sus enfermedades y limitaciones dolorosas; eran salones inmensos donde a diario traían débiles personas recogidas casi siempre en los andenes duros y sucios.
Esos albergues eran dirigidos por las religiosas organizadas por la madre Teresa que luego sería de Calcuta; eran escuadrones de personas muchos de ellos laicos que se turnaban para atender a este y aquel, hacerle saber que se le amaba.
Casi todos morían pero habían experimentado que eran amados, que la Palabra de Jesús de Nazaret en la parábola del buen samaritano no era un cuento entretenido y bello sino realidad como el pan de cada día; en los albergues no encontraban ni lo más moderno o avanzado de la medicina porque no había cómo dotar aquellos centros, pero morían sabiendo que eran amados, lograban saber que eran personas con dignidad y buen trato.
Dominique recopiló todo lo visto y pensó qué nombre pondría al relato novelado escrito con pasión y se le vino un nombre sacado de los Hechos de los Apóstoles; llamaría su libro: "la ciudad de la alegría" porque en medio de tanto dolor había palpado núcleos de amor y vida, semillas de alegría, Evangelio vivo. Sembremos "ciudad de alegría".
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