Colombia ha sido un país de guerras inconclusas y recurrentes, de guerras pasadas y presentes cuyas marcas atraviesan de manera intergeneracional nuestra historia. Esta guerra que desnuda y exacerba nuestra condición de seres vulnerables y profundiza el patriarcado que por siglos ha pretendido explotar, someter y destruir a las mujeres; esta guerra que nos ha tocado a todos y nos ha transformado por acción o por omisión, en víctimas y victimarios.
Así lo sostuve recientemente durante mi intervención en el Foro “Desafíos de la justicia transicional y la construcción de paz, diálogo Región - Nación”, realizado en Barranquilla el pasado 1 de septiembre.
Porque no hay duda que la guerra actual es una acumulación de guerra de guerras. El surgimiento del paramilitarismo de los años 80, de narcos y actualmente de bandas criminales ha contribuido a degradar esta confrontación, que lleva más de 50 años. Es una guerra librada con mayor intensidad en el campo, en pueblos y veredas, que ha ahondado la brecha entre la Colombia de grandes y medianas ciudades y la Colombia profunda. Una guerra que en la última década se nos ha hecho creer que se ha librado solo contra un grupo guerrillero, afincada en el odio vindicativo hacia el “enemigo”, similar al odio que movió las guerras del siglo XIX.
Por eso el proceso de paz actualmente afronta diversos desafíos, varios de los cuales los he mencionado en esta columna en otras oportunidades, y en esta ocasión quiero referirme a la justicia transicional que necesitamos para el posconflicto.
De acuerdo con los análisis de los profesores Francisco Barbosa e Iván Orozco, y las investigaciones de la organización DeJusticia y el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), cuyas conclusiones más importantes sirvieron de insumo para la elaboración de esta columna, el debate actual sobre la justicia constituye una oportunidad para que nos preguntemos a qué tipo de sociedad aspiramos después de esta guerra que parece interminable. Cómo lograr que los procesos de verdad, justicia, reparación y condiciones de no repetición nos permitan fortalecer nuestra frágil democracia y propiciar un clima de reconciliación, que al reconocer nuestro pasado podamos construir un presente con mayor dignidad y equidad.
¿A dónde queremos llegar como sociedad?, se preguntaba Pablo de Greiff. ¿A una sociedad más democrática y reconciliada? ¿Cómo hacerlo? Cómo lograr una sociedad donde se sienta vergüenza por lo ocurrido, donde logremos romper la naturalización de la violencia y terminar sus justificaciones.
Colombia es hoy un país punitivista que ha ido endureciendo la política criminal para controlar y castigar con mayor severidad distintas conductas, hasta incluso llegar a proponer, en el debate público, castigos como la pena de muerte o la cadena perpetua. Entretanto a la justicia restaurativa, más centrada en la reparación de las víctimas, se le ha banalizado y se le ha quitado todo el poder terapéutico que tiene, y que incluso se ha aplicado en algunos procesos de negociación en el mundo, como en Irlanda del Norte y en Sudáfrica.
En un contexto así, resulta difícil proponer penas alternativas como fórmulas jurídicas para salir del conflicto armado, sin embargo, hay que encontrarlas, y es justo en el marco de la justicia transicional en donde puede buscarse la mejor manera para establecer responsabilidades que contribuyan a construir confianza en la sociedad. Haciendo énfasis mayor en enfoques que consideren a los criminales como agentes morales y haciendo menor énfasis en enfoques de carácter consecuencialista.
Queda abierta la pregunta sobre qué tipo específico de castigos deben imponerse, cuál es la condena apropiada para que sea persuasiva, y yo añadiría cuál sería la condena aceptada éticamente por la sociedad, que permita también a los responsables sentir dolor y arrepentimiento por la condena recibida.
Es en el marco de esta discusión como hemos conocido y celebrado el reciente acuerdo entre el Gobierno Nacional y las Farc en torno a la Jurisdicción Especial para la Paz, que es una muestra contundente de esperanza, porque significa que el proceso de diálogo ya no tiene retorno.
Y así, las exigencias éticas y políticas tanto para los actores del conflicto como para la sociedad inician por tener la capacidad de sentir con el otro. Solo de esta manera, con un “corazón compasivo”, conquistaremos la anhelada paz en Colombia.
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