Varias actividades hacían quienes llegaban a los pueblos en días de mercado, generalmente los sábados o los domingos. La concurrencia mayoritaria de uno u otro día dependía de las costumbres de los campesinos a las cuales los citadinos se acogían. Los habitantes de los poblados se preparaban para acoger en sus negocios y en la iglesia a quienes venían en busca de sus compras, y de las ceremonias y prácticas religiosas como buenos católicos. Aún no estaban por estos lares los credos exclusivamente cristianos bajo las diversas advocaciones.
Desde la zaraza, la coleta, la otomana, el percal o en casos más especiales las sedas y las hojarotas, sin faltar el liencillo, hasta el dril y la lona para los delantales de trabajo, eran las compras de almacén. El consabido mercado, las cervezas, o en situaciones importantes los aguardientes. Los hilos de colores, las agujas incluyendo la famosa capotera. Las velas o las caperuzas para las lámparas de gasolina conocidas como Coleman. Si alcanzaba el salario, los pesos iban a las jugarretas. Algunos hombres, cuando llegaban solos sin la pareja o los hijos, tenían tiempo para abordar prostitutas, previa y aberrantemente examinadas entre jueves y viernes -que es mucho decir-, por las autoridades sanitarias.
En los sitios de aglomeración aparecían los embaucadores con los abalorios que vendían a precios moderados y anunciaban la importación del producto especialmente para ese municipio. Entre todo, anunciaban alhajas de color amarillo y plata. Para probar su pureza las introducían en un tazón pequeño esmaltado que contenía supuestamente un ácido que burbujeaba al contacto con la joya (?) que era capaz de corroer o destruir todo aquello que no fuera oro.
Muchos se apresuraban a comprar, o primero hacían las diligencias y volvían con los pesos necesarios para la adquisición. Se iban felices para la casa con sus mercaderías, sus alcoholes y lo que les inculcó el sermón del padre.
Si el vendedor hubiera tenido un líquido puro, del que se usa adecuadamente en joyería, o dejado más tiempo los anillos, los aretes o las pulseras, otra situación enmarcaría el momento y al final no habría qué vender ni comprar.
Cada candidato a la presidencia de Colombia, exhibe una serie de ideas y promesas que van dirigidas a los votantes con el fin de merecer una decisión a su favor y así llegar a la primera vuelta, y pasar a la segunda luego de refrendar las alianzas y volver a las ofertas de toda índole.
Hay que contar con las prácticas corruptas que emplean muchos líderes que comparten los planteamientos políticos de sus grupos y siguen las directrices políticas del aspirante. De nuevo el país se inunda de un mercado, menos que en las elecciones para el Congreso, Asamblea y Concejo, en donde el valor del voto no se mide por la conciencia sino por lo material que recibe cada elector. Sin mencionar las aspiraciones de los electores a cargos, contratos o favores del Estado, lo que parece un juego inocente y quizás hasta válido.
Con los acontecimientos recientes alrededor de las campañas para presidente, el ácido ha hecho su trabajo y ha dejado ver el cobre. El oro y la plata que deben brillar están ausentes y la joya adquiere el verdadero valor: una baratija. El elector está sometido a una abrumadora información contradictoria en dónde se pregunta: ¿Quién tiene la razón? Además, lo enfrentan episodios dañinos: Una fuente inagotable de ofensas y acusaciones entre quienes están inmersos en la batalla por la preferencia de los ciudadanos.
Los que ocupan lugares secundarios, esgrimen sus propuestas y saben que no alcanzarán el favor mayoritario del electorado esperan los datos finales para hacer sus alianzas, que esgrimen como programáticas y no burocráticas, todas válidas, pero finalmente la mayoría busca el favor nominador y contratante del Estado. ¿Y el elector de principios, dónde queda?
Hay joyas puras que no atraen a la mayoría, incorruptibles a los ácidos corrosivos, permanecen con la dignidad y la brillantez que los ha caracterizado siempre.
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