La vida en los pueblos tenía, y aún tiene, su encanto a pesar de que las modernas costumbres citadinas poco a poco se van imponiendo entre los habitantes de cada terruño, distante o cerca de la capital o de los centros de mayor congregación de ciudadanos.
Hoy, como ayer, la existencia en esos sitios de congregación tiene sus ventajas y sus desventajas, pero con el avance de la edad se van haciendo más atractivos, en sentido contrario les sucede a los jóvenes que van en pos de otras perspectivas como la educación superior, así desde hace algunas décadas las universidades e instituciones técnicas extiendan sus programas hasta sitios donde antes era imposible pensar, aunque sí desear, en servicios educativos más allá del grado once, y hubo una época, como era normal, que ni ello se daba en la tan nombrada y respetada provincia.
Los personajes especiales conocidos de los pueblos, como el alcalde y sus colaboradores, el juez, el notario, el sacerdote, los líderes políticos, los comerciantes, las autoridades de policía y hasta quienes se dedicaban a la prostitución, tenían ubicaciones definidas, eran respetuosos unos de otros, a pesar de sus diversas actividades y connotaciones sociales. Todos se conocían, la gran mayoría se trataba, pero la llegada o ausencia definitiva de una persona o familia se convertía en un acontecimiento.
Por esa proximidad no era extraño, y antes era casi una obligación con los conocidos cercanos, que se enviara al hijo mayor o a una persona de estrecha vinculación con el hogar a anunciar la buena nueva de un nacimiento: Doña Toñita, que mi mamá le manda a ofrecer una niña. Ya estuvo el informe y se iniciaba la difusión inmediata del acontecimiento: Ya nació la hija de Marujita y están bien las dos.
Y la cercanía se completaba cuando alguno de la comunidad hacía una comida especial y le enviaba a sus amistades, a unos en forma rotatoria y a otros siempre, una pequeña muestra de la vianda aún humeante: Doña Josefina que aquí le envía mi mamá. La receptora ya sabía, por el mensajero, de donde venía ese apetecible y a veces oloroso obsequio.
Los manjares eran más frecuentes en épocas navideñas. Y el intercambio de ellos no se hacía esperar. El plato o la bandeja, jamás de icopor o cartón, bellamente adornado con una servilleta bien bordada era devuelto con otro alimento: Doña Teresita que aquí le manda mi mamá Josefina. Era una grosería devolver el plato vacío.
Muchas veces se oía: Don Eduardo que mi papá le envía esta remesa. El envoltorio, generalmente en un costal contenía frutos frescos del campo. El reconocimiento eran unas gracias en el café.
Igualmente, había la confianza para pedir prestados instrumentos de uso domiciliario: Don Francisco que mi papá le manda a decir que si le presta el martillo. Más se demoraba en terminar el pedido cuando el mazo ya estaba en manos del mensajero.
Tanta era la confianza que si pasado un tiempo prudencial el objeto prestado no había regresado, rara vez se enviaba al mismo u otro emisario con: Don Pedro que mi tío Francisco le manda a decir que si ya desocupó el martillo. La pena invadía a quien no lo había devuelto e iba hasta donde el dueño con el préstamo a ofrecer explicaciones y Francisco decía, y era verdad, que lo necesitaba para colgar un cuadro. Días después se repetía al revés y Pedro prestaba la manguera.
Todo ello tan sencillo y de gran valor de relación solo se continúa en pequeñas comunidades y en las grandes urbes entre aquellos que habitan barrios con una alta fraternidad. Lo demás es Sálvese quien pueda. Y, lo paradójico es que no se salvan todos.
La soledad entre la multitud es la norma citadina. Ni se cruzan saludos en el ascensor. Las heces de los perros son más poderosas que la cordialidad. ¿Qué va a mandar doña Beatriz?
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