Colombia es uno de los países más corruptos del mundo. Porque la vieja corrupción, que ya era grave, se disparó a extremos inauditos desde 1990. Según el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial (2015-2016), quedó de 126 entre 140 países en el indicador de Ética y Corrupción y de 131 entre 140 en Desvío de Fondos Públicos.
Con artículos que resumen mis debates en el Senado sobre Reficar, Saludcoop, Isagén, Ley Urrutia-Zidres y Transmilenio-Metro circula mi libro La Corrupción en el poder y el poder de la corrupción en Colombia (Aguilar). La introducción del texto, titulada como este artículo, trata las causas del fenómeno, debate que debe darse a fondo si se quiere enfrentar un flagelo que está haciendo inviable el país, tras fracasar la idea de aquel Presidente que propuso “reducir la corrupción a sus justas proporciones”.
La corrupción desbocada tiene entre sus causas primeras el Frente Nacional, lapso en el que liberales y conservadores amangualados se repartieron por mitades cada puesto y contrato oficial. De allá proviene la práctica muy colombiana de que la oposición no hace parte del juego democrático y que la primera astucia del vencedor consiste en asociarse con los derrotados para repartirse la marrana presupuestal. ¿Dónde más puede un Peñalosa gastarse unos 80 billones de pesos en acuerdos entre él y la Unidad Nacional y el Centro Democrático, que se supone no pueden verse ni en pintura? ¿O que un Santos convierta en subalternos suyos a casi todos los candidatos que derrotó en las elecciones?
En el ADN de la descomunal corrupción nacional también aparece el clientelismo, construido mediante el uso abusivo y corrupto de los puestos y los contratos, práctica que, según Alejandro Gaviria, se originó en un acuerdo de hace medio siglo entre los partidos tradicionales y las cúpulas económicas para ganar las elecciones y usar el poder en su beneficio. Así, y sin importar cuán dañinas sean sus políticas, muchos votan por ellos, sin entender que las dádivas clientelistas son como el queso que lleva al ratón a la trampa, en este caso al atraso y la pobreza. Una vez establecieron que las elecciones se ganaban con la plata oficial, a la competencia tenían que entrar grandes fondos privados –“bobitos si no”–, incluidos los de los peores orígenes, “inversiones” que recuperan asaltando el tesoro público.
El monto de la corrupción aumentó con el crecimiento del país –siempre dará más robar a cincuenta millones de personas que a diez o veinte, así el producto per cápita sea de apenas seis mil dólares– y con las privatizaciones, que hicieron de los deberes del Estado el mayor de los negocios privados –salud, servicios públicos, infraestructura, transporte–. Todo agravado porque la corrupción transnacional, tan influyente en Colombia desde siempre, también se disparó, hasta el punto de que George Soros dijo: “Los mercados financieros no son inmorales, son amorales” y “La moralidad puede llegar a ser un estorbo”. Les va mejor a “los que están libres de todo escrúpulo moral (…) Los poco escrupulosos aparecen en la cumbre” (…) La amoralidad de los mercados ha socavado la moralidad incluso en aquellas áreas en las que la sociedad no puede funcionar sin ella”.
La más reciente innovación en las corruptelas consiste en decidir el gasto público con normas del derecho privado, el cual, por su propia naturaleza, emplea controles diferentes y más laxos. Así, el país se llenó de licitaciones oficiales en las que participa un solo oferente y se hizo común el empleo de entidades sin ánimo de lucro para evadir las exigencias y controles propios de la contratación estatal. Llevan años los “contratos sastre”, así llamados porque los concursos se diseñan a la medida del que ha de ganárselos. Y si se revisa, todo es legal, porque se mantienen o modifican las normas para que lo sea, como ocurrió en Reficar, donde se gastaron ocho billones de dólares sin interventoría y con los contratos en inglés.
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