Si entre los objetivos del milenio, aparecen la lucha contra la pobreza, el hambre, las enfermedades y la degradación del medio ambiente, cabría subrayar la meta establecida para el 2015, de reducir a la mitad la proporción de personas sin acceso al agua potable y a servicios básicos de saneamiento, ahora que afrontamos los graves retos en relación con un calentamiento global que compromete el patrimonio hídrico en Colombia, un país en el que el 50% del agua es de mala calidad y donde aparecen regiones con acceso limitado al vital líquido, a pesar de una enorme oferta hídrica que en 1990 por volumen de agua y por unidad de superficie, llegó a ocupar el cuarto puesto a nivel mundial.
Si la pluviosidad media anual por regiones en Colombia al pasar de 10 mil mm a 800 mm, varía hasta 8 veces entre el alto San Juan del Chocó y la Península de la Guajira, también existe asimetría de oferta hídrica entre la gran cuenca del Cauca-Magdalena, que cubre el 23,6% del suelo continental de la patria y que al drenar 8 mil metros cúbicos por segundo participa con el 12% del agua del país, y el resto del territorio donde habita el 32% de la población colombiana que dispone del 89% del patrimonio hídrico restante.
Con el calentamiento global, incrementando la intensidad y frecuencia de los eventos climáticos extremos, habrá que tomar medidas en materia de gestión de riesgos, tal cual lo advertimos con La Niña 2010/11 al ver sus inundaciones afectando dos millones de colombianos, con eventos que quedaron plasmados en la trágica destrucción de Gramalote, y ahora con las sequías asociadas al Fenómeno de El Niño por el drama de los incendios forestales que han arrasado 93 mil hectáreas, evento que antes de pasar del nivel moderado al fuerte, ha afectado severamente la producción agrícola del país secando las pasturas y causando la muerte a unas 32 mil reses, quedando por delante un horizonte temporal en el que las lluvias de los meses siguientes podrían reducirse entre el 40 y 70%.
Y ante ese panorama, ¿cómo estamos? Creo que a pesar de los grandes esfuerzos institucionales, al examinar los indicadores fundamentales, no muy bien: en los años precedentes la deforestación venía cobrado más de 200 mil hectáreas, en parte para la expansión de cultivos de palma de aceite en Caquetá, acción depredadora que equivale a destruir un río de la patria cada año; también, porque en la Guajira donde las sequías siempre acechan, las lluvias no llegaron en los últimos tres años, o porque en 80 municipios de 17 departamentos las aguas han estado contaminadas con mercurio, producto de la extracción ilegal de oro; a todo esto se suma la preocupante presión sobre un ecosistema estratégico: nuestros páramos.
En Caldas, la situación igualmente apremia: ya por la contaminación con cianuro y mercurio proveniente de la minería en Villamaría, Marmato y Supía, por la amenaza indebida de origen antrópico sobre los corredores cordilleranos de flora y fauna, por la eutrofización de acuíferos y los conflictos entre aptitud y uso del suelo en áreas de vocación agropecuaria; o ya por el modelo de ocupación expansionista del territorio en los medios periurbanos, caso Manizales donde el proyecto urbanístico de La Aurora presiona la reserva de Río Blanco, o por el prospecto minero en la vereda Gallinazo que pone en riesgo ambiental además de la reserva de la Chec ubicada sobre su frontera, la calidad del acuífero que soporta las aguas de las fuentes asociadas a la planta de tratamiento de la ciudad.
Habrá que hacer ajustes y trazar nuevos enfoques en las políticas públicas del país y en el ordenamiento territorial en materia de adaptación al cambio climático, dotándolas de una orientación socio-ambiental, y redefiniendo el verdadero carácter del agua, el suelo y la biodiversidad, erróneamente considerados un recurso y como tal un objeto de mercado, y no un patrimonio inalienable, puesto que de lo contrario además de hacer inviable el territorio, en uno o dos siglos como máximo, en nombre de un modelo de desarrollo deshumanizado y centrado en el crecimiento económico, por las falencias de un Estado débil y una sociedad indolente y no previsiva, habremos agotado la biodiversidad del país.
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