El mundo observa aterrado e impotente las desgarradoras imágenes que circulan en tiempo real por las redes sociales de la retoma de Alepo por parte del ejército sirio. Al mismo tiempo, la gente no logra entender por qué las grandes potencias del mundo no hacen nada para detener la masacre que está ocurriendo. Muchos interrogantes surgen en la opinión pública acerca del papel de la comunidad internacional para ponerle fin a los enfrentamientos. ¿Va a suceder un nuevo genocidio como el de Rwanda en 1994? ¿Dónde están los Cascos Azules de las Naciones Unidas? ¿Por qué el Consejo de Seguridad no hace nada? ¿A qué se debe la indiferencia de Estados Unidos?
En la Cumbre Mundial de las Naciones Unidas del 2005, la comunidad internacional llegó a la conclusión de la necesidad de adoptar el principio de la Responsabilidad para Proteger (R2P). A través del cual, las Naciones Unidas se comprometen a intervenir militarmente donde sea necesario para evitar casos de genocidio, crímenes de guerra y crímenes en contra de la humanidad (antes los Estados tenían el derecho de solucionar por sí mismos sus problemas internos). Sin embargo, el reconocimiento de la obligación moral de proteger a las poblaciones más vulnerables en los conflictos armados se ha vuelto un principio que solo se aplica para servir los intereses de los más poderosos. De esta manera, Rusia lo utilizó para justificar su invasión a Crimea mientras que rechazaba la aplicación de este principio en el contexto de la guerra en Siria.
A pesar de esto, existe un deseo generalizado de que la comunidad internacional intervenga y le ponga fin a la barbarie en Alepo. Actualmente, el único actor capaz de hacerlo es Estados Unidos. El problema es que en este momento una intervención americana terminaría por empeorar las cosas pues el presidente Obama está en sus últimos días de mandato y la misión terminaría rápidamente en manos del presidente electo Donald Trump. El hecho de que el magnate dirija una intervención en Siria sería algo sin precedentes pues Trump no cuenta con experiencia política, diplomática o militar. Además, ha delegado como un ministro de defensa a un general de los Marines que apodan "Mad Dog" (perro loco) por haber declarado públicamente que le parecía divertido dispararle a las personas. A esto se le suma que su secretario de Estado (el cargo diplomático más alto) representa los intereses de las empresas petroleras. En conclusión, se juntan todos los ingredientes para un desastre. Adicionalmente, no hay que olvidar que en las intervenciones militares post Guerra Fría de Estados Unidos en el mundo han resultado extremadamente controversiales. Recordemos la intervención en Somalia a principios de los noventa que dejó como saldo un estado fallido (el último billete se imprimió en 1991); la indiferencia frente al genocidio en Rwanda por parte del gobierno de Clinton; el desastre de la intervención en Afganistán que dejó el país a la merced del narcotráfico y de grupos terroristas radicales; la invasión ilegal a Iraq que desencadenó la aparición del Estado Islámico y los ataques con drones en Libia y Siria que han resultado en la muerte masiva de civiles. Estos hechos hacen pensar que muchas veces una intervención de los Estados Unidos puede ser un remedio peor que la enfermedad.
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