La pita, cuerda, cordel o guaral tiene la función primordial de darle impulso al trompo para que baile de manera independiente y exitosa. Pero muchas veces la operación fracasa porque se enreda la piola y el trompo ve frustrado su vuelo triunfante y, por ende, su danza ancestral. Entonces, vuelve y juega, porque la idea es insistir y persistir hasta encontrar la armonía entre la fuerza y el juicio, entre la razón y la emoción, entre la potencia y la maña. Cuando esta relación no se produce o falla por algún motivo, es lo que popular y figurativamente se conoce como ‘enguaralarse’ algo.
Para justificar esta nota, hagamos una analogía en la que el trompo sea el país y el guaral la dirigencia -representada por gobernantes o líderes- encargada ésta de que el país cumpla cabalmente su misión histórica e institucional. La fuerza encarna el poder de las armas; el juicio, las normas de convivencia, y el elemental herrón, la tolerancia. Es conveniente tener muy en cuenta que casi siempre la pita se revienta por el punto más débil.
Pero vayamos a algo menos pintoresco aunque más real. Empecemos por decir que desde hace cerca de doscientos años nuestro país disfruta de una relativa soberanía territorial y geopolítica en el contexto mundial. Pero descubrimos, con decepción y desconcierto, que aún no hemos superado la edad de piedra en demasiados frentes de una coexistencia que, en la práctica, debería ser civilizada. Prueba palpable de este fenómeno la encontramos a la orden del día en la brutalidad humana y en la impunidad ofensiva.
En consecuencia, buena parte del mundo y, en particular, Colombia, continúa sumida en un laberinto de conflictos humanos, sociales, económicos y políticos de nunca acabar, con lo que pesarosamente se ratifica que la historia del hombre es la historia de la guerra. Nuestra rutina contemporánea parece girar -como un trompo dormido- con reiterada insistencia alrededor de la confrontación física o verbal, individual o colectiva, directa o subrepticia, espontánea o calculada, provocada o gratuita, salvaje o enguantada.
Conviene, entonces, volver a la inmarcesible sentencia de Simón Bolívar, el inconfundible hombre de las dificultades: "Las armas nos dieron la independencia, las leyes nos darán la libertad". Pese a la contundencia de este aforismo, que se encuentra inmortalizado en la fachada del Palacio de Justicia en la plaza mayor de Bogotá, es forzoso admitir que, pese al paso del tiempo, no hemos tenido a plenitud ni lo uno ni lo otro. Tal como están las cosas, seguimos dependiendo de la armas y parecemos esclavizados por la profusión y confusión de tantas leyes. Entre el ruido arrogante de las primeras y la maraña exuberante de las últimas, queda sumida una sociedad que se debate en medio del esplendor de victorias momentáneas y la decadencia cierta de su frágil institucionalidad ‘enguaralada’ por la torpeza de sus intérpretes y la polarización acentuada por pasiones desmedidas e impulsos individualistas. La misma estridencia mediática hace imposible escuchar con claridad las prioridades esenciales de la vida colectiva y las demandas naturales indispensables para una supervivencia digna de los asociados.
Como quiera que vivimos en el furor de la sociedad del espectáculo y de la frivolidad, se han desbarajustado a tal punto los principios del decoro, la ética de las buenas costumbres, los valores y los derechos humanos, que la corrupción se ha puesto de moda e, incluso, ha adquirido alta posición social.
Ahí le dejo, lector ocioso, esta parrafada en la uña para ver qué puede aportarse personalmente con el propósito de que el país no continúe siendo indefinidamente el trompo ‘puchador’ de su propio y contradictorio destino. Por lo pronto, digamos que el alma nacional es, hoy por hoy, víctima del patético síndrome del bolero: ansiedad, angustia y desesperación.
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