El análisis de lo ocurrido en la primera vuelta de las elecciones presidenciales permite sacar conclusiones de variadas características. Para comenzar, la abstención es alarmante. Que al 60% de los colombianos no le importe quién lo gobierne, no entienda las propuestas de los candidatos, o se acoja a la recurrida expresión: "esos políticos son todos lo mismo", los desprecie y no crea en ninguno, es un claro síntoma de la degradación de la democracia, a causa de los abusos de quienes han ocupado cargos de representación, lo han hecho mal y, no obstante, son reelegidos insistentemente, gracias al clientelismo, irreflexivo y corrupto.
También les causa angustia a los ciudadanos serios, que participan con patriotismo en las justas electorales, que las campañas se desvíen de objetivos ideológicos, para convertirse en una gazapera publicitaria, y en una lucha de medios, sin objetivos distintos al mercadeo electoral. Y, peor todavía, que candidatos bien estructurados intelectualmente, y respetables como personas, les sigan el juego a los asesores, a quienes les interesan los resultados, sin importarles los métodos para lograrlos. "El fin justifica los medios", les enseñó Maquiavelo, y cumplen rigurosamente la consigna.
Igualmente, causan perplejidad las interferencias de asuntos que nada tienen que ver con los objetivos del debate, que deberían centrarse en los intereses supremos de la sociedad, para especular con mezquindades, algunas referidas a intimidades personales y familiares de los candidatos, inspiradas en sentimientos bajos, de mala clase. Y qué decir de las desviaciones de la realidad, o de las interpretaciones perversas de los hechos, que les producen náuseas a las personas decentes y honestas.
Queda, por fin, para el análisis de sociólogos y siquiatras, la falta de gracia, de glamour, de inteligencia creativa, de humor fino y de expresiones de cultura humanística, de quienes se dejan llevar por la ambición ciega de poder. Que un debate político, en el que están en juego los intereses de todo un pueblo, se convierta en una guachafita, y los afectados simplemente lo desconozcan, y le vuelvan la espalda, es triste, por decir cualquier cosa.
Ahora, que un tema de la trascendencia de la paz, que debe ser un asunto de Estado, de continuidad institucional, sea utilizado como argumento de debate, con propuestas como suspenderlo, e inculpar a quienes lo han adelantado con patriotismo, no cabe sino en una mentalidad calenturienta, escondida tras una fachada de niño bueno, de mejillas rosadas, mirada dispersa y sonrisa forzada, que en el fondo sueña con sombreros triangulares, así sean hechos con hojas de periódico, porque tiene instintos napoleónicos. Esos camaleones, que mimetizan sus verdaderas intenciones, se parecen al millonario personaje que decía: "Yo vendo todo lo que tengo, menos la cara de bobo, porque con esa es que he conseguido plata". Pese al descalabro, los amigos de la paz deben insistir en superarlo, acogidos a la expresión evangélica: "Ves cómo estamos, Pedro, y tú cortando orejas".
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