Goebbels, jefe de propaganda y educación del régimen nazi, aseguraba que una mentira dicha insistentemente termina por convertirse en verdad. Esa estrategia, muy utilizada en política, coincide con el principio maquiavélico de que “el fin justifica los medios”. Hay que recordar que Nicolás de Maquiavelo fue el secretario de César Borgia, hijo del papa Alejandro VI y hermano de Lucrecia. Esta “joya” solía invitar a sus enemigos a cenar para buscar acercamientos, pero las viandas las aliñaba con cianuro, arsénico o vidrio molido.
Por lo visto, la mentira resiste el paso de los siglos como instrumento para desacreditar opositores o minimizar sus méritos, lanzando a los vientos, a través de diferentes medios, el infundio de que los reconocimientos fueron comprados con plata ajena. Igualmente se dice por estos días en Colombia que mafiosos, bandas criminales, latifundistas y propietarios “de buena fe” de predios arrebatados a los campesinos por paramilitares y guerrilleros, se están organizando para defenderse del proyecto de restitución de tierras. Puede ser mentira, pero, “por si las moscas”, es mejor que las autoridades investiguen, porque ya van varios líderes muertos, por intentar recuperar lo que les pertenece, a ellos o a sus asociados.
Para doblar la doliente hoja, qué grato es recordar a otros mentirosos inofensivos, que simplemente exageraban sus historias pretendiendo que la insistencia en contarlas terminara por convertirlas en verdad. Ellos lo hacían de buena fe y con mucha gracia. Don Sinforoso Márquez Giraldo, de Circasia, hablando con sus amigos de proezas de caballería, decía que una potranca que estaba amansando se le metió corcoveando a un cañaduzal y cuando finalmente se detuvo agotada, sin que lo hubiera podido tumbar, le daba a don Sinforoso el guarapo a la cintura.
Y don Alejandro Álvarez, un simpático caballero de Armenia, célebre por sus exageraciones, contaba que alguna vez lo enviaron a pasar vacaciones escolares a la finca de un tío. Estaba sentado en un taburete de baqueta recostado a una chambrana leyendo una novela, cuando el tío le increpó: -Usted qué hace ahí leyendo pendejadas, Alejandro, mientras que en la cocina no hay leña. Vaya al monte y traiga. El muchacho le echó encima la angarilla a un buey, se fue al monte, tumbó dos árboles, los cortó en trozas y se los cargó al buey. Difícilmente pudo el animal subir por un potrero empinado, mientras el muchacho le azuzaba chuzándolo con una peinilla. Cuando llegó al patio de la casa cayó el animal fundido bajo la pesada carga. Entonces Alejandro le dijo al tío: -Ahí le dejo leña para un año y carne para seis meses. Yo me voy, porque a mí me mandaron a descansar y no a trabajar como un buey.
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