A dos viejas costumbres se las llevará inexorablemente el ventarrón de los cambios. Una de ellas, los velorios en las casas, que han sido sustituidos por las salas de velación, de rigurosa organización, en las que apenas se puede rezar y tomar tinto, hasta determinada hora. Aquellos velorios de amanecida (porque el muerto no se podía dejar solo), con cena, pataletas y ataques de los deudos más dramáticos y carreritas a la tienda de la esquina a granear aguardiente, son historia.
Y a las tumbas y bóvedas tendrán que buscarles otro oficio, porque la cremación cada vez se impone más. “Yo les dije en mi casa que cuando me muriera me cremaran”, decía un viejo que toma aguardiente todos los días. Él asegura que se tomó el vino de la primera comunión y no ha podido parar. Su esposa, que estaba cerca, y quién sabe qué entripado tenía, dijo: “Hummm, cremarlo a usted es muy fácil; no es sino arrimarle un fósforo prendido a la boca”.
Esta práctica (la de la cremación) tiene ventajas, como prescindir del uso de la tierra, que cada vez es más escasa; preservar el medio ambiente, porque un cadáver en pocas horas ya es contaminante; y economizar madera para ataúdes, porque se reduce la tala de árboles. Además, ya la gente programa qué hacer con sus cenizas, y las familias acatan esa voluntad. Uno, dispone que con ellas se abonen las matas que sembró en el antejardín de su casa; otro, que las echen al río, donde suele hacer paseos de olla con familiares y amigos; y uno más que las lancen al viento desde una colina, lo que resulta muy poético, así las cenizas tengan que competir con las emanaciones de cualquier volcán cercano, como el del Nevado del Ruiz, por ejemplo.
Otra institución en vía de extinguirse es la de las cantinas cercanas a los cementerios, donde antes remataban los entierros, entre panegíricos del fallecido, lágrimas, estruendosas sonadas de las narices y comparaciones con sobrevivientes cercanos: “Usted es igualito a su papá (le dice un tipo medio jincho a un muchacho); tiene la misma cara, pero también tiene que ser, mijo, un señorazo como era él. ¡Qué tipazo! De esos son muy escasos ya”. La cantina de Circasia, que hubo frente al Cementerio Libre, y a escasas dos cuadras del panteón parroquial, se llamaba, “in illo témpore”, “La última lágrima”. Tal vez en una como ella se suscitó el episodio que describió el poeta Antonio Kuri Kuri en este delicioso soneto:
“Entierro. De un entierro de pobre han regresado / los amigos, y en fúnebre conjunto / entran en una tienda, donde al punto / piden ron, aguardiente y resacado. / Se conversa de todo: del pasado, / de los méritos grandes del difunto / que jamás se mezcló en ningún asunto / que hubiera su prestigio deslustrado. / Golpes sobre la mesa. Más licores, / frases de variadísimos colores / en voz muy alta y con sentido incierto. / Y el más consciente, en cuyo ser palpita / verdadero pesar, de pronto grita / con toda la emoción: ¡Que viva el muerto!”.
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