Sin conocer los resultados de las elecciones regionales (esta columna se escribe los jueves), queda, sí, para analizar el desfile de los “candidotes”, que se pasearon por las pasarelas de aspirantes a gobernaciones, alcaldías, asambleas, concejos y juntas administradoras, tongoneándose ante los veleidosos, esquivos e incrédulos electores, moviendo las caderas seductoras, pelando los dientes y saludando con las manos en alto, como quien limpia vidrios de ventanales, para tratar de desentrañar los misterios que se esconden detrás de tanta ingenuidad, o estupidez.
Esos ilusos, que soñaron con ceñirse alguna banda de gobernador o alcalde, o posesionarse de diputados o ediles, emulan con don Quijote, que pretendía “desfacer entuertos” arremetiendo contra ejércitos de cabras; con Jesús de Nazaret, cuya evangélica idea sostiene que Timochenko puede convertirse en monje; con Bolívar, que soñaba con colombianos y venezolanos durmiendo juntos y abrazados; o con el tipo que puso un aviso buscando socio para editar un libro de poesías. Esos ilusos candidatos, digo, deben tener ahora un guayabo, de esos que dan con un sedodonón sahariano; remordimientos insuperables, que se agravan con la mirada inquisidora de amigos y familiares; espantos de deudas detrás de cada puerta; y un dilema peor que el de Otelo (“ser o no ser”), entre enfrentar la realidad y reconocer que son unos soberanos pendejos, o lanzarse de la Torre Colpatria con un pañuelo cogido por las puntas como paracaídas.
La política produce el raro efecto de hacerle perder a la gente el sentido de la realidad; y los aspirantes a cualquier cargo de elección popular, que se enfrentan a poderosas maquinarias electoreras o a mafias que se acostumbraron a ganar con sus candidatos en determinadas regiones a las buenas o a las malas, aun contra la evidencia de las encuestas que los mantienen en el fondo de la tabla de probabilidades, persisten en sus campañas, con el cándido argumento de que la gran encuesta es el día de las elecciones, después del cierre; o de que su movimiento pierde las encuestas pero gana las elecciones.
Esto último aseguraba un candidato a la alcaldía de Bogotá, cuya diferencia con el contrincante que punteaba era de 20 puntos. Y otro, que desde el fondo del dos por ciento de favorabilidad en la última encuesta, todavía pontificaba sobre los puntos de su programa para solucionar los graves problemas de la capital.
La gran incógnita ahora es qué va a pasar con el país; en manos de quiénes quedaron gobernaciones, alcaldías, asambleas y concejos; de dónde va a salir la plata para pagar las deudas que dejaron las costosísimas campañas; qué tanto poder ganaron o perdieron las organizaciones criminales que sostienen sus fichas burocráticas; y con quiénes van a contar los colombianos para administrar el posconflicto, que es un asunto que, paralelo al goce de la anhelada paz, requiere cabeza fría para manejarlo.
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