“Otros sí, pero yo no”, responden de inmediato los miembros de una colectividad cualquiera, cuando se les señalan sus culpas. Pero los que se proclaman excepcionales, mejor dicho, “los buenos”, tampoco desenmascaran a los otros, por “solidaridad de cuerpo”, que es un eufemismo que se usa para disfrazar el encubrimiento entre miembros de una misma asociación. Esta figura es muy usual en la política. Contrario al pasaje evangélico, cuando a los políticos se les conmina a que lancen la primera piedra si están libres de pecado, el aguacero de guijarros no se hace esperar; y sobre sus cabezas aparece un halo de santidad.
Por esa razón ha sido imposible identificar a los culpables del descalabro de entidades públicas que han desaparecido sistemáticamente, víctimas de sobrecostos, excesiva burocracia, contratación perniciosa, sindicalismo voraz y mala administración..., porque suelen ser “cuotas” que se les asignan a los políticos “por los favores recibidos”, es decir, por apoyar al ejecutivo.
Los ejemplos son incontables, pero al desgaire pueden mencionarse casi todas las industrias licoreras, creadas como patrimonio de los departamentos, para arbitrar recursos para la salud y la educación. Y las loterías regionales, mientras que el chance, que es un negocio privado, cada día es más poderoso, y ha extendido sus brazos a la política, al punto que hay regiones colombianas donde la domina.
La empresa Telecom, que fue monopolio oficial de las telecomunicaciones, se rezagó en tecnología, mientras que un sindicato voraz la consumía. El Instituto de Crédito Territorial, que dotó de vivienda a millones de familias de bajos ingresos, murió en la inopia. Alguien que lo conoció bien, decía que en una ciudad capital el exceso burocrático era tal que había 36 porteros para una sola puerta. El Banco Central Hipotecario, líder en darle solidez a la clase media, después de un recorrido histórico glorioso cayó en manos de aventureros financieros de extracción política que lo quebraron. El Idema y el Incora, llamados a proteger la producción agrícola, y a los consumidores, por las mismas causas merecieron entierros de tercera. La Caja Agraria corrió una suerte igual a otras entidades oficiales, por la voracidad sindical y la politización de su cartera. Tuvo que recomponerse en un ente distinto, porque era indispensable para la economía agropecuaria. Las empresas de servicios públicos municipales han sido los únicos negocios con clientela amarrada que se han quebrado, y terminaron atomizadas agua y alcantarillado, energía eléctrica, gas, telefonía y aseo, algunas de capital privado.
Y para seguir la tonga, ya los políticos le tienen puesto el ojo al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, detrás de los contratos de prestación de servicios a las familias más pobres, especialmente a los niños.
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