No sé cuándo fue que los noticieros acabaron desbordándose. Corríjanme si me equivoco, pero antes uno se sentaba a ver noticias a las siete, y media hora más tarde la programación seguía su curso en cosas menos terribles que la realidad. Pero ahora no. Hoy no les basta con media, ni con una: hora y media de noticias y noticias que inevitablemente se terminan repitiendo en la mañana, al mediodía y en la noche. Basta ver un rato de uno, de cualquiera, para saber lo que tendrán los otros: las mismas notas reencauchadas, los mismos periodistas tratando de llenar todo el espacio que les queda.
Tal vez ni siquiera es culpa de ellos. Quizás todo comenzó cuando alguien dijo en voz alta que era importante para la gente saber lo que sucedía en el mundo las 24 horas, los siete días de la semana. Noticias sin parar. Que Oriente Medio, que análisis, que transmisión en directo de los bombardeos en Gaza. Términos como "último minuto" se nos volvieron familiares y ahora volteamos la cabeza cada vez que escuchamos el pitido que lo anuncia, así lo que se diga sea una real tontería.
Traigo todo esto a cuento porque ahora que me levanto más temprano -cosas de la edad, qué hace uno- pongo los noticieros y me encuentro con un espectáculo más bien triste: un tipo que oficia como "reportero de la noche" se dedica a contar lo que "sucedió mientras usted dormía". Y arranca a mostrar, con lujo de detalles, accidentes y riñas de borrachos manchadas de sangre. Historias que no están muy lejos de las que sacaba el otrora popular periódico El Espacio.
Y así pasa gran parte del noticiero: con noticias que uno se pregunta si de verdad necesita saber. ¿Qué me quita o me pone enterarme de que en el barrio tal un borracho mató a otro a cuchilladas? ¿Por qué necesito enterarme (en serio: por qué) de que en el hospital de no sé dónde se robaron un bebé? El sentido de las cosas se ha trastocado: claro que necesito enterarme, por supuesto que debo saber… ¿pero eso? Aun así los noticieros de estos días siguen llenando esos largos espacios con reporteros de la noche, del aire, de la carretera y de cuanta cosa. No sé si valga la pena, pero sospecho que todos sabemos la respuesta.
Un conocido me cuenta que hace rato dejó de ver noticieros y dice que no hay nada mejor para su salud mental. No lo dudo. Y lo digo porque conozco también el otro extremo: gente que, sin mucho ya que hacer, se dedica a verlos todo el santo día y a agregar a sus preocupaciones otras que se salen de sus manos. ¿Para qué? No lo sé. No hay que ser muy agudo para darse cuenta de que ese constante bombardeo de noticias causa en realidad el efecto contrario: sabemos tanto que no sabemos nada. Escuchamos noticias de treinta segundos sobre Argentina y los fondos buitre -un ejemplo cualquiera, qué sé yo- y seguimos tan ignorantes como antes cuando ya la presentadora va en el embarazo de Shakira.
Yo preferiría que el noticiero se acabara a las 7 y 30, y uno pudiera sentarse tranquilo a ver, digamos, a Sebastián y Gaviota en Café. Pero esos son tiempos ya muy lejanos, así que ahora lo mejor es apagar el televisor.
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