Mañana, “entre pitos y matracas; entre música y sonrisas” como dice la vieja canción decembrina de la Billo’s Caracas Boys, despediremos este convulso 2016. Pero… ¿Será cierto aquello de que “más alegres los días serán”? No, si no refrenamos nuestra codicia y modificamos nuestros patrones de producción y consumo antes de que sea demasiado tarde. Sin contar los miles de millones de personas que en el mundo padecen privaciones extremas (dos mil cuatrocientos millones viven con menos de dos dólares diarios) y para quienes su día a día es ya una calamidad, los demás vivimos en medio de nuestras preocupaciones cotidianas dando por sentada a la cotidianidad misma. Pensamos que siempre el agua saldrá por el grifo, que el aire siempre será respirable, que las frutas, verduras y cereales siempre estarán ahí en el supermercado y que el cielo será oscuro solo en las noches.
La virtud cívica florece más entre transeúntes que entre conductores. Sin embargo, muchos -me excluyo- se empeñan en usar sus carros todos los días incluso si es para recorrer cortas distancias o si hay otra opción a la mano. Atrapados en los trancones de las ciudades grandes y también de las pequeñas, ignoran o prefieren no pensar en el hecho de que los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre llegan hoy a cuatrocientas partículas por millón. Aunque se trata solo del 0,04 por ciento, es ya una concentración sumamente peligrosa. El economista Jeffrey Sachs, en su libro “La Era del Desarrollo Sostenible”, cita investigaciones que muestran que el promedio de concentración de dióxido de carbono en los últimos ochocientos mil años es de ciento noventa partículas por millón. Ciertamente, explica Sachs, tras ese promedio hay variaciones relacionadas con las oscilaciones en la órbita de la tierra y de su distancia con respecto al sol. Pero en los últimos ciento cincuenta años (la Revolución Industrial que inauguró el crecimiento económico moderno tuvo lugar hace unos doscientos treinta años) la concentración se disparó a niveles inéditos y peligrosos. Si llegamos a cuatrocientos cincuenta partículas por millón estaríamos más allá de lo que los expertos bautizaron como los “límites planetarios”.
Hace ya cuarenta y cuatro años, el Club de Roma publicó su informe “Los Límites del Crecimiento” en el que advertía sobre el carácter insostenible del desarrollo económico basado en combustibles fósiles. En 2004 y en 2012 el Club de Roma reiteró su mensaje señalando, en ese último año, que ya estaríamos al borde de una calamitosa transición.
Desde la Revolución Industrial, la humanidad ha alterado significativamente el aire y reducido las reservas de agua. También ha aumentado la acidez de los océanos y disminuido dramáticamente la cobertura boscosa. Esos y otros cambios importantes derivados de la actividad humana han llevado a los científicos a rebautizar la era geológica actual como “antropoceno”. Como dice Sachs: “El Antropoceno es la era -nuestra era- en la cual la humanidad, a través de los masivos impactos de la economía mundial, está provocando grandes disrupciones en los sistemas físicos y biológicos de la tierra”.
Sachs también retoma las estimaciones del historiador económico Angus Maddison quien calculó que la población mundial en el año mil, correspondía a unos doscientos sesenta y siete millones de personas. En 1820 era de mil millones. En 1930 llegó a dos mil millones y en 1960 alcanzó los tres mil millones. A partir de ahí, la población se ha venido incrementando en mil millones cada doce años aproximadamente. En 2024 seremos ocho mil millones de personas. Es obvio que el crecimiento de la población tardará en estabilizarse. No solo para garantizar un nivel de vida decente a una población tan numerosa sino para evitar una abrupta y calamitosa reducción de la misma, es imprescindible trabajar desde ya, para reducir nuestra huella ecológica. Es cierto que es un asunto de políticas macro y de decisiones de los gobiernos y las grandes industrias. Pero también es cierto que es una cuestión que depende del comportamiento y de las elecciones que hagamos en nuestra vida cotidiana. Si esperamos que los demás hagan algo y ellos también piensan así, no habrá muchos años nuevos más.
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