“No hay mal que por bien no venga”, es una obra del siglo XVI, escrita por Ruiz de Alarcón, el mismo de “Las paredes oyen”. Pero todos oímos por primera vez, esta expresión, cuando niños, de labios de nuestros padres, de los adultos. Y es lo que ha ocurrido con el suceso del 2 de octubre.
El No desnudó todas las mentiras. Las del Sí y las del No. Las del Sí, como la de que si ganaba el No, al día siguiente comenzaba de nuevo la guerra. Y esa gran mentira, dicha a voz en cuello, por el presidente de la República, como amenaza, la repitió en todos los escenarios, entre pitos y flautas, con estridente voz aflautada, el expresidente César Gaviria, el campeón del Neoliberalismo y del capitalismo a ultranza y de esta derecha, a la izquierda, la advertencia de que era segura la ocurrencia de ese peligro, la repitieron muchos, el sociólogo Alfredo Molano la afirmó varias veces en El Espectador. Y la de la canciller Holguín, al declarar que los colombianos habían optado por el odio. La falsedad de esa frase, inspiró el comentario del exterior, de que es terrible que exista un país que prefiere la guerra, a la paz.
El No desnudó las mentiras del No. La primera, la de los que creyeron que ese señor Juan Carlos Vélez, es medianamente responsable, inteligente o racional. O sea, las que él usó. La grotesca valla de la presidencia de Timoschenko, que parecía hecha por los más temerarios opositores de la oposición. También la exageración de Uribe y de los seguidores, de que se nos venía o se nos viene encima el castrochavismo. Ojalá pudiéramos alcanzar las conquistas históricas de la Revolución Cubana. También la mentira de que los homosexuales se tomarán los cargos de mayor poder, según los pastores. La condición sexual no incide en la capacidad ni en la honestidad de un gobernante. Protestante y machista, USA, lo ha demostrado con alcaldes de grandes ciudades.
Otra mentira que evidenció el No, es que la Iglesia católica lo auspició, o lo estimuló, o que tuvo una neutralidad culpable. Dada la polarización que se dio, y a la que la posición inteligente y prudente de la jerarquía no quiso contribuir, ni debía hacerlo, le han reprochado que no la atizara. El No destapó otra vez, el ya conocido maniqueísmo de cobrarle a la Iglesia el partidarismo de las pasadas épocas, que recomendaban o instaban al voto por unos y condenaban el por otros.
El No dejó en claro, que una respetable mayoría de los que así votaron, no son uribistas, y que la de los que votaron por el Sí, quizá más grande, no es santista. El que ganara el No, ha impedido que el expresidente monopolice el resultado y que el primer mandatario se lo tome como aplauso a su mal gobierno. Y los colombianos, no debemos permitirlo.
Y así como se es consciente del odio que suscita el político Álvaro Uribe, en especial, entre los que se autoproclaman pacifistas, invitadores a la reconciliación y defensores del pensar distinto, que niegan, o no han querido aceptar, el hecho de que el expresidente, tiene credibilidad en los estratos populares, los sociólogos, típicos representantes de la clase media intelectual y de las revoluciones de manual y de canción, tampoco analizan el por qué, personajes como Juan Manuel Santos, pueden despertar algunos sentimientos, menos el odio apasionado, o un apasionado fervor. Ni siquiera por representar, en la historia de Colombia, la máxima encarnación de su clase social. Y que no ha sido el único personaje de la oligarquía colombiana que tuvo o ha tenido esas veleidades izquierdistas, como una frivolidad más en la experiencia o en la concepción de sus vidas. Antonio Caballero hizo este retrato o auto retrato mejor que nadie, en su novela “Sin Remedio”.
El No reveló la mala fe de la señalización que buscaba dividir a los hijos de una misma patria, en pacifistas, si defendían, propagaban, mermelizaban, presionaban o burocratizaban el Sí; y guerreristas, a los timoratos, y a los atemorizadores, a los insultados y a los insultadores, a los dudosos, a los escépticos, a los inconformes, o a los críticos. La cosa era cambiar el disparar, por el estigmatizar a los otros, como si no fueran los estigmas la causa de todas las violencias. El No le dijo sí al sentido común de los colombianos, que entendieron que la pregunta, no fue paz, o guerra, sino éste Acuerdo u otro mejor. Y que la frase, “yo pregunto lo que me dé la gana”, no puede ser “estable y duradera”.
El No, contra las aves de mal agüero de las dos opciones, logró unir a los colombianos, mostró que al igual que los del Sí, querían y quieren la paz, que era posible abrazarse en un mismo anhelo y caminar juntos hacia una misma meta. La victoria del No en el Plebiscito, fue su manera de decirle Sí a la paz. Si hubiese ganado el Sí por la misma mínima ventaja, puesta por los venales votos costeños de la pasada reelección, ¿se hubiesen dado los hermosos espectáculos masivos, llenos de juventud, de urgencia y de esperanza? ¿No estaríamos más cerca de la guerra civil, con la que amenazaban, o que temían, más los del Sí que los del No? La victoria, si es que hubo alguna, no fue de nadie, ni de la paz santista, ni de la guerra uribista, sino de la reflexión. Y de la necesidad de ampliar los diálogos con la nación entera.
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