Salimos de La Dorada a la 1:00 p.m. bajo un sol rechinante y el vagón era un horno cuando llegamos a Barrancabermeja a las 7:00 p.m. Allí una nube de gente empezó a colarse por las ventanas, que se abrían de arriba hacia abajo y no de un lado para otro como las busetas. Hasta en eso era distinto viajar en tren.
Mi familia siempre ha sido paseadora pero como ya éramos tres hermanos el avión era una opción demasiado costosa para un combo que además incluía abuelita, tíos, primos y amigos, así que mis papás armaron vacaciones en tren para la Costa. Era enero de 1986 y el plan consistía en ir por carretera hasta La Dorada, tomar 18 horas de tren a Santa Marta y coger allí un bus para Cartagena. Luego de 10 días de playa, brisa y mar repetiríamos el recorrido, del mismo modo en sentido contrario.
Mi mamá, embarazada, se fue en avión. El resto del grupo, seis niños y seis adultos, salimos de madrugada para La Dorada y antes de la 1:00 p.m. abordamos El Expreso del Sol, un nombre fastuoso para un tren con cojinería vieja, bancas de madera y pintura azulita y amarilla carcomida por el óxido. Mi papá se inquietó con el anuncio de una operación tortuga que justo ese día empezaban los trabajadores de Ferrocarriles Nacionales, pero como el tren salió puntual, el viaje comenzó feliz.
Yo ya había montado en tren en la ruta Cali-Cartago y la sola idea me emocionaba: viajar sin las curvas de la carretera, ni las bolsas para el mareo, ni la música del conductor, con vendedores de dulces que iban de vagón en vagón, recorriendo un pasillo más amplio que el de un bus, hasta que llegáramos al mar.
Aprovechando el espacio de varias sillas vacías empezamos a jugar escondite. Un dos tres por Ángela María que está debajo de la banca de adelante, por Gustavo Adolfo que está al lado de la maleta del señor, del costal de la señora… El tren iba despacio así que no había peligro, y era mejor un coro de muchachitos jugando, en vez de niños peleando y poniendo quejas.
A diferencia de las carreteras en las que todo el tiempo se ven tiendas, caseríos, gente, peajes, un viaje en tren es solitario. A la orilla de la carrilera hay una sucesión monótona de potreros y vacas, interrumpida por estaciones. Paramos en la de Puerto Berrío, a donde la operación tortuga nos llevó más tarde de lo previsto. Al raaaaato continuamos. Mi papá siempre ha tenido buena voz y en algún momento empezó a cantar con los grandes del paseo. Entonces, llegó un papelito de un pasajero pidiendo una canción. Lo complacieron, como en las emisoras, y a partir de ese momento se armó un tráfico de solicitudes musicales de todo tipo.
Después, junto con un papelito, llegó una botella de aguardiente.
Advierto lo obvio: el tren no tenía aire acondicionado. Viajábamos con las ventanas abiertas por las que entraba aire caliente y así cayó la noche. Entre el sofoco y la penumbra llegamos a Barranca y tan pronto el tren se detuvo ocurrió lo que ya conté: montones de personas empezaron a meterse por las ventanas. Los niños tuvimos que quedarnos en los puestos mientras los adultos defendían sillas y maletas. Después de un largo rato arrancamos a paso lento, fatigado, tortuga.
La abuelita sacó fiambre y luego cada niño buscó almohada en las piernas de alguien. No recuerdo si nos pusimos pijama pero podría haber ocurrido. Íbamos como en una casa en movimiento.
Hacia la 1:00 a.m. paramos en un sitio oscuro, en medio de la nada, por allá entre Macondo y Comala. Preguntamos si nos habíamos varado, con la emoción de ver cambiar la llanta de un tren, pero no: en kilómetros a la redonda lo único que se movía con vértigo era la operación tortuga.
A las 4:00 a.m. cantó el gallo que llevaba un pasajero.
El amanecer, que nos debía despertar entrando a Santa Marta, nos cogió por Chiriguaná. Faltaba más de una década para que llegaran los celulares, así que no había cómo alertar del retraso a mi mamá. Llegamos a Santa Marta, 6 horas después de lo planeado, con la ropa y la piel negras por el hollín de la locomotora.
Ese día mis papás decidieron que el regreso sería en bus.
Dice Charly García “no voy en tren, voy en avión”. Acá las posibilidades de viajar por La Nubia son tan inciertas, que es mejor tener rodando la opción del tren. Me alegra que haya vuelto a La Dorada y el compromiso del gobernador con el tema. Aunque por ahora se planea solo para carga, quién sabe: quizás algún día pueda repetir el viaje feliz que hice siendo niña.
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