La posibilidad de elegir a algunos de los que han participado en el conflicto armado para que hagan parte de corporaciones públicas es ciertamente un aspecto fundamental de la justicia transicional, (e indiferente para el derecho penal internacional) ya que la oferta de participación política resulta necesaria tanto para la finalización de la guerra como para el aseguramiento de la garantía de no repetición. Primero, porque desde el seno de dichos estamentos deberán promover los cambios de las condiciones que generaron la confrontación armada que tengan que ver con las decisiones de dichos órganos, en segundo lugar porque esa es la forma de superar una de las exclusiones que dio origen a la guerra que queremos terminar, y además porque es mejor que estén haciendo planteamientos políticos y no organizando estrategias de muerte, ya que resulta más útil para el país que los subversivos estén convocando adeptos a su causa política que no reclutando niños para la guerra y destruyendo al país.
Poco es lo que se puede inventar en estos acuerdos de paz que ya no hubiera sido intentado antes. En nuestro pasado reciente, tanto instigadores y propiciadores de las guerras como combatientes, han sido desde presidentes de la República hasta alcaldes y concejales, pasando por congresistas. Nada menos en las elecciones de 2002 se eligió un Congreso con un alto porcentaje de paramilitares vestidos de políticos, según las 65 condenas proferidas por la Corte Suprema de Justicia, quienes fueron favorecidos con una copiosa votación, producto de la intimidación en unos casos y de la identificación con dicho proyecto político de autoridad y fuerza, en otros.
Pero lo cierto fue que ellos ni se desmovilizaron, ni contaron su verdad, ni repararon a sus víctimas, y en cambio participaron en la confección de la normatividad que favorecería a los paramilitares, para lo cual propusieron una ley de impunidad total llamada de “Alternatividad penal” (Gaceta del Congreso 436) en la que se reconoce que “Mientras por un acuerdo de paz no se ofrezca a los acusados de cometer delitos graves la posibilidad de contribuir con sus esfuerzos a la consecución de la paz nacional, quienes los cometieron no se van a entregar y persistirán en sus campañas bélicas, seguramente con nuevas y brutales violaciones al Derecho Internacional Humanitario”.
A diferencia de lo que ha sucedido en otras épocas, lo que ahora se discute resulta ser más sincero ya que se parte de los supuestos de la desmovilización, dejación de armas, relato de los crímenes cometidos en el conflicto y la imposición de una pena, para que se les permita presentar su discurso a consideración de los electores.
De esta manera se invierten los ciclos anteriores en que guerreros camuflados de políticos hacían las leyes de desmovilización sin confesar su participación en la guerra, a la postre en perjuicio de ellos mismos, ya que algunos terminaron condenados a penas extensas.
Pues bien, existe en el artículo 63 de la Ley 975 de 2005 la advertencia de que los mayores beneficios conferidos para los guerreros en procesos de transición en leyes posteriores, también se aplicarían a los paramilitares desmovilizados en el contexto de la Ley de Justicia y Paz, y en la conciencia del proceso de La Habana está presente el compromiso según el cual las ventajas punitivas otorgadas a unos deben ser extendidas a todos los partícipes de la guerra; a todos, incluidos los políticos condenados.
Es algo que el país ha tolerado en varios momentos de la historia y no existe razón válida para que ahora no vuelva a suceder.
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