“Esto es el caos”, decía Mario Latorre, a propósito de su investigación que sobre las elecciones de 1968 realizó este político y politólogo santandereano, fallecido en 1988, y el que quizás más ha aportado al estudio de los partidos políticos en Colombia. Su desconcierto era por el panorama que ofrecían 215 listas a la Cámara, 336 para asambleas y cerca de 4.500 para concejos. Si Latorre viviera su perplejidad sería brutal frente al espectáculo y la anarquía actual con más de 113 mil candidatos a gobernadores, alcaldes, diputados, concejales y ediles para las elecciones del próximo 25 de octubre. Hay quienes celebran esa pluralidad como sinónimo de democracia.
Pero no. En este caso es reflejo del personalismo, los intereses particulares y la dificultad de los colombianos para obtener consensos. Todo ello, contrario a lo que debe primar en los asuntos públicos.
Ese grado de personalismo no tendría importancia si no tuviera muchas y nefastas consecuencias. Pero, para empezar, los ciudadanos terminan confundidos en medio de la barahúnda y el alboroto, al punto de que en las elecciones locales cerca de un millón y medio de votos son declarados nulos. Las campañas se desarrollan en un desorden en el que el rumor y el dinero se convierten en el arma de contestación política por excelencia, por encima de las propuestas y los argumentos.
Por si esto fuera poco, detrás de los alcaldes y gobernadores que se eligen no hay partidos políticos con proyectos de ciudad. Es por ello que buena parte o la mayoría de los mandatarios locales llegan a improvisar, lo cual explica, entre otras situaciones, que los planes de desarrollo se expidan desarticulados de los planes de ordenamiento territorial y de otros instrumentos de gestión local. Pero, más grave aún, los alcaldes y gobernadores tienen que recurrir a negociar al detal con concejales y diputados para garantizar su gobernabilidad, porque son estos últimos, al fin y al cabo, los 'dueños' de sus votos y la única 'autoridad' a quien acatan es la de sus propios intereses. Son circunstancias que recrudecen el clientelismo, la corrupción y el cortoplacismo, máxime cuando las administraciones locales han mejorado sus finanzas, pero no necesariamente para invertir más y mejor, sino para practicar un enorme asistencialismo.
Es un contexto en el que al Departamento Nacional de Planeación y a los ministerios, estos últimos con sus propias debilidades, se les dificulta formular políticas públicas y articular con los entes territoriales.
El deber es participar y elegir bien, pero, salvo contadas excepciones, creo, como lo decía en una columna (El Tiempo, junio 22), que nada va a cambiar el próximo 25 de octubre. Los desajustes del sistema político son tan grandes, comenzando por la falta de partidos, que lo máximo que veremos será el rito de rasgarse las vestiduras.
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