"…lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol…". Albert Camus
Esta es otra época. Esta es otra gente. Estos son otros valores. Mira cómo van tatuados, como si no se pertenecieran a ellos mismos o quisieran ocultar su verdadera piel o desearan utilizar una máscara. Les gusta otra música. La mentalidad de ustedes ya es un anacronismo, ya está out celebrar los éxitos con sonrisas, pitos, aplausos, o una cerveza casera. Ahora hay que destruir para poder festejar. Esas podrían ser varias de las respuestas inmediatas de algún comentarista llano de los hechos violentos acaecidos por las victorias futbolísticas. Y entonces nos damos cuenta de que si esa contestación es cierta, nosotros, los que creemos que el fútbol no amerita siquiera una herida o el despilfarro de un bien o de una vida, estamos desenfocados o perdidos en los vericuetos de una generación que, pese a sus posibles méritos, ya pasó. Y que la presencia de los violentos en las calles encaja a la perfección con los tiempos actuales y con la ya anunciada aparición de los bárbaros.
Una sociedad que llega a la exaltación sin control, a la destrucción y al asesinato, como un ritual de celebración, está podrida en sus esencias e invertida en sus valores. O, por lo menos, desajustada muy seriamente. Su síquis se halla, sin discusión, enferma; y la lógica que debe iluminar las reacciones y los comportamientos, está con la cabeza hacia abajo y en período de asfixia. La culpa es múltiple, y a ella están vinculadas, para citar solo algunas, la agresividad verbal en varios medios, los soterrados intereses económicos, la violencia en la cancha de juego, la convicción de que el resultado de los partidos nos aumenta o disminuye como personas, y la creencia de que el fútbol es el universo total, fuera del cual no hay salvación.
Un conglomerado así, está retrocediendo. Por dolorosa paradoja utiliza los avances tecnológicos para desatar la violencia sin sentido o el salvajismo más cruel. Todo en esas mentes es confusión. Pero no es la tecnología, en el caso que nos convoca, la que está al servicio de la muerte. Es el hombre ignorante y confundido el que, usando la tecnología, desata la muerte. Como si fuera la máxima expresión de su victoria. Un camusiano podría decir que todas esas tropelías y ferocidades no son más que una manifestación del absurdo que aún anida en el alma de los humanos.
Sin embargo, todo este desastre quieren hacerlo pasar como pasión. Hasta hace poco aparecía el eslogan de que "Colombia es pasión". Con esa publicidad pretendían justificar subrepticiamente atropellos y tropelías. Es que los colombianos somos muy apasionados, dicen o decían. También dicen que, siendo una de las sociedades más injustas y desequilibradas del planeta, somos los más felices del mundo. O que somos los más patriotas del continente porque cuando oímos Oh gloria inmarcesible…, nos ponemos la mano derecha en el pecho. Cuánta farsa. Toda esta habladuría no puede ocultar nuestro lamentable índice de lectura: libro y medio por año como cifra promedial. Qué lánguidas cervices son las que se inclinan sobre los libros en este país.
El fracaso de nuestra educación corre codo a codo con la devastación social. Si el ser humano ha fracasado (ya lo anunció Sábato en Uno y el Universo, en 1945), no solo él tiene la culpa: ha fracasado el Estado (sin excluir la familia, que también es una relación de poder) con el estrépito de sus planes pedagógicos copiados del extranjero y la adiposidad inútil de la ampliación de sus coberturas. Es probable, entonces, que si fuéramos más lectores, tuviéramos menos violencia o hubiera menos impulsos paleosíquicos o hubiera más control al conocido "principio del placer". Festejar la victoria con la destrucción y la muerte, expresa nuestro deplorable nivel de civilización. Si esta sociedad tuviera una más alta cota de cultura académica, menos barbarie habría en las calles y menos salvajismo se alojaría en nuestros corazones. En pocas palabras, si tuviéramos integralmente más educación, hubiera menos destrucción.
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