Los pescadores no solo se ubican en rancherías a orillas del Magdalena. También lo hacen en islas que se forman por la acción del río, como ocurre al frente de La Dorada (Caldas) y Puerto Salgar (Cundinamarca).
Óscar Veiman Mejía
LA PATRIA | Manizales
El fenómeno maravilloso ocurre al vaivén del río Magdalena. En verano el cauce baja y surgen pequeñas islas donde pescadores como Luis Hernando Vásquez levantan sus rancherías con guadua, yarumo y guacimo. Las humildes estructuras tienen de pared unos cuantos plásticos y de techo palmas reales para defenderse de los 40, 42 y hasta 43 grados.
Los que viven de los bagres, capases, bocachicos y nicuros dividen su vida en dos: mitad del año la pasan en tierra firme y la otra, en los islotes. Es la pesca la que les define el lugar de residencia. “Tengo que estar aquí, en la isla, cuatro meses en la subienda, pues es la mejor temporada, y otros dos o tres meses durante la mitaca, cuando llegan otras manchas (abundancia de pescado)”, dice Luis Hernando. “El resto lo paso en mi casa en el barrio Sara López, de La Dorada”.
En temporada alta, centenares de pescadores llegados de La Dorada, de municipios vecinos y lejanos, levantan sus chozas a orillas del cauce. Llegan en canoas construidas con mangle amarillo, cargados de ilusiones, redes, anzuelos y plomadas. Allí el horario laboral es diferente: trabajan toda la noche para que la ciudad coma de día.
Son las 8:20 de la mañana. Don Luis Hernando, sentado sobre una hamaca, desayuna un caldo en el cual flotan un capas y dos plátanos verdes cocinados por él mismo. En una punta de la isla un grupo de garzas camina sobre la arena hirviendo, mientras en la otra una bandada de cormoranes negros vuela bajo alistando su ataque para levantarse el pan diario del agua.
El señor, de 72 años y con 60 de experiencia en lides fluviales, comenta: “la mayoría de los que vivimos en la isla trabajamos por cuadrillas de cuatro o cinco personas”. A las 6:00 de la tarde, cuando los rayos del sol reflejan su agonía en el río, salen en sus canoas el piloto, el plomero (que desenreda las plomadas de la red), el botador (que saca el agua de la lancha), el mantero (que maneja la atarraya).
“Bajamos hasta los sitios donde el día anterior dejamos los anzuelos”, agrega el pescador, quien en los años 50 llegó atraído por la fiebre de pesca y plata en La Dorada. “Hacemos un recorrido río arriba, levantando los palos para ver qué cayó”. A las 6:00 de la mañana, tras una bruma, llegan al puerto de la Plaza de Mercado de La Dorada, una nueva expresión de un pequeño mundo de contrates y compensaciones. En subienda sobran pescados y compradores, bajan los precios. En mitaca, como ahora, hay menos peces y menos compradores, y suben los precios.
Entonces es necesario aprovechar la fertilidad del islote para sembrar plátano, patilla, yuca, maíz, anones, también apetecidos en el mercado. “Mis compañeros madrugaron hoy en la lancha a vender en el puerto una carga de plátano”, cuenta mientras pasa un sorbo de caldo de pescado servido en un pocillo.
En el límite
La aparición y desaparición de islas es también un juego de la naturaleza que muchas veces supera los límites municipales establecidos por históricos acuerdos, decretos o leyes. Juan Manuel Delgado, exconcejal de Puerto Salgar, recuerda: “a comienzos del Siglo XX la isla de Rayaderos era de La Dorada, es decir, para el lado de Caldas; ahora está para el lado de Salgar, en Cundinamarca), todo por acción del río” (ver Rayaderos, al otro lado).
Se podría pensar que las islillas del Magdalena son unos paraísos. A tan solo 20 minutos y hasta menos en canoa, viven hombres bajo la sombra, descansando sobre hamacas, matando tiempo y mosquitos, con trabajo y comida a la mano, rodeados de palmas de coco, mucha arena y solo rindiéndole cuentas al dueño de sus destinos: el río.
Los tiempos difíciles, sin embargo, no son únicamente cuando se anuncia por la popularmente llamada radiobemba (de boca en boca), desde los puertos de Nare, Berrío, Boyacá y Triunfo, la escasez de nicuros, mueludos, barbudos y bagres. Las primeras lluvias les empiezan a decir a los pescadores: “cuidado”.
El teniente del Cuerpo de Bomberos Orlando Abreu dice tajantemente: “las islas están declaradas como zona de riesgo por avalanchas. El Magdalena es el dueño de ellas y es el que manda y, si se crece, todo el mundo a correr porque su cauce puede tapar una isla en cuestión de días”.
Hay quienes en subienda llegan con sus aparatos de pesca, pero también con camas, colchones, y estufas. A veces es toda la familia con perros y gatos incluidos.
El río, cuyo nivel normal oscila entre 3,30 y 3,5 metros, puede superar los 5 y acercarse a los 6, sobre todo por el invierno o cuando abren las compuertas de las represas hidroeléctricas de Betania, en Huila, y Prado, en Tolima.
“Ahí la gente sale a mil. En tres o cuatro viajes en canoa llevan las cosas y solo dejan lo necesario para pescar. En abril del año pasado tuvimos que evacuar a varias personas”, añade el oficial de bomberos.
Rurales
Las islas están lejos de las comodidades urbanas. Hace unas semanas don Luis Hernando sintió en su estómago todo el rigor de vivir aislado. Por consumir agua del Magdalena, con afluentes como el supercontaminado río Bogotá, pasó cinco días con diarrea, por lo cual lo hospitalizaron. “Lo único que me alivió fue una bebida con bicarbonato de sodio”.
La lucha de la noche por llenar las lanchas de pescado termina con la venta en los puertos y en las calles. “Que qué hago en el día. Duermo por ratos, me pongo a tejer y reparar redes con nylon, en las que a veces me gasto tres y cuatro días; con eso me consigo otros pesos”.
Los pescadores están incluidos en los programas rurales del Estado. En La Dorada, por ejemplo, la Alcaldía tiene la División Agropecuaria, encargada de gestionar ayudas para mejorar la producción y condición de vida de los campesinos.
“Pasamos cuatro proyectos al programa nacional de Oportunidades rurales, en busca de capacitar en producción de plátano a los pobladores de la zona rural, incluidos los pescadores, como alternativa de ingresos, pero no aprobaron ninguno porque superaban el puntaje del Sisbén”, explica Catalina Lara, jefe de la División agropecuaria local.
Agrega que los pescadores pueden recibir apoyo siempre y cuando estén organizados, y en el caso del puerto caldense hay cuatro organizaciones. “Vamos a insistir con los proyectos. Eso sí, hay que dejar claro que los presupuestos son escasos”.
Una leve brisa en las islas da por momentos repasos de olores a pescado fresco y cocinado; de frutas y malezas frescas; de mortecina y agua contaminada; de sudor del trabajo y del reposo, de paz y drama, de aislamiento, mucho aislamiento bajo las palmeras. Allí, donde los ojos verdes de Luis Hernando Vásquez, combinados con su piel tostada, también tienen el color de la esperanza, la misma de miles de pescadores.
Rayaderos, al otro lado
Cuando el Magdalena se crece también surgen otras islas. Por ejemplo, la de Rayaderos en Puerto Salgar (Cundinamarca) queda rodeada por el río y por un caño gigante. Allí viven 105 familias (cerca de 300 personas) en alrededor de 800 hectáreas.
Una carretera, con varios ramales, recorre el lugar, donde la población cuenta con escuela para todos los grados de primaria. Plátano, yuca, ahuyama, carne, leche y pescado forman parte de los productos que se producen en el lugar. El temor son las inundaciones. Por eso allí esperan que pronto se inviertan los recursos asignados para el dragado del río. También sueñan con el arreglo de la carretera.
¿Qué le gusta de vivir en una isla en el río Magdalena?
Juan Manuel Delgado
El paraíso que es, lo tranquilo y lo sano. Aquí encuentra uno el 80 por ciento del sustento diario. Lo complicado es el abando en que nos tiene el Estado.
Weimar Triana
Esto es una maravilla, tenemos la comida a la mano, podemos cultivar para nosotros y para vender productos como el plátano y frutales.
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