NA MARÍA VILLEGAS VARGAS*
LA PATRIA | MANIZALES
El silencio del cementerio Central de Chinchiná se interrumpe por el canto de tórtolas, canarios y azulejos. Posados en una araucaria y un árbol de la cruz le dan vida al campo santo, ubicado en la carrera quinta, entre calles 11 y 12. Al fondo cuatro señoras se esconden del sol de la tarde, mientras honran a sus seres queridos.
“Ellas son clientas fijas de acá, vienen todos los días, hasta tienen banca propia. Yuli acude por su niña, Mariela por el hijo, Estrella por su mamá y Martha por la hija”, comenta Uriel López García, administrador de tumbas del cementerio desde hace tres años.
Se desempeñó durante 30 años como mecánico, oficio con que sacó adelante a su esposa y seis hijos. La muerte de su cónyuge, Rosalba Becerra de López, producto de un cáncer, lo alejó de los tornillos. Antes de que ella falleciera le dijo que estaba feliz porque sus hijos ya eran mayores y podían sostenerse solos. López García empezó a dedicar su tiempo libre en visitar la tumba de su amada, le sembró césped alrededor, le puso flores y le arregló la lápida.
Los sepultureros empezaron a pedirle ayuda cuando tenían muchos entierros, además vieron el trabajo que había hecho con la tumba de su esposa y recomendaron sus servicios a otros clientes. Hace nueve años que Rosalba falleció y la visita todos los días, lo primero que hace al llegar a la tumba es echarse la bendición, rezar un Padrenuestro y sigue con sus tareas.
Este trabajo ya no es para sacar adelante a sus hijos, sino para entretenerse y estar más cerca de su esposa. En semana distribuye su tiempo entre administrar tumbas e ir a pescar a un charco del río Chinchiná. Esa es su actividad favorita. Los domingos reemplaza a los sepultureros.
Ubicarlo es fácil. A pesar de sus 1,65 metros de estatura logra ser visible. Siempre trae consigo un sombrero gardeliano. Sus ojos se esconden debajo de sus párpados caídos debido a la gravedad y el paso de los años. Tiene las cejas negras y el bigote lleno de canas. La gente lo aprecia, saluda a todo el que entra y siempre está pendiente por si necesitan algo.
A las personas que están en bóveda o tierra las sacan a los cinco o seis años, y dependiendo de cómo los encuentran, los entierran de nuevo. Si solo quedan los huesos, los pasan al osario, donde también se guardan las cenizas, cuenta López García.
El escenario de su trabajo
El cementerio Central está dividido en cuatro lotes, las paredes que dan con la calle son bóvedas, en la mitad hay 10 bloques de osarios y un templete donde celebran la misa cada ocho días. Al lado derecho de la entrada está el lote dos, donde normalmente entierran a los niños y al izquierda está el uno. Al fondo a la izquierda queda el cuatro y a la derecha el tres. Estos son llamados los lotes del olvido.
Hay tumbas, osarios y bóvedas con lápidas ostentosas, grandes, decoradas, con mensajes largos, pertenencias de sus huéspedes, flores coloridas, representaciones de estadios, pistas de motos, fotos, santos. Pero también otras tan sencillas que solo tienen la cruz que da el cementerio. Uriel recicla las flores que las personas botan en buen estado y las pone en las tumbas que nadie visita desde hace años.
Es común ver recipientes con agua en las tumbas, “la gente piensa que los muertos vienen a tomar agua”, dice López García, “pero si no vienen a decirnos cómo es donde ellos están, menos van a volver por agua”, reflexiona.
Por un lote del campo santo camina un visitante particular, un perro que se pasea entre las tumbas muy satisfecho. Su dueña entre tanto sostiene un ramo de flores en la mano, mientras solloza al lado de un osario. Pareciera que él es de los pocos que encuentra gozo en este lugar.
La mensualidad para administrar una tumba es de $30 mil y el mantenimiento ocasional vale $10 mil. López García administra siete tumbas, por las que le pagan muy puntual, como cuenta él, los 30 de cada mes. Por el turno del domingo le pagan $58 mil.
“El día que más muertos se han recibido es uno de seis”, recuerda López García, mientras arranca la maleza de una tumba que administra. “A esta clienta no le gusta que le corte la danta (mata sembrada alrededor de la tumba), ella misma lo hace, es más, por aquí debajo mantiene tijeras y cada que viene aprovecha para mocharla”, dijo mientras las encontró por un costado.
En un día de trabajo López García puede recorrer el cementerio cinco o seis veces por completo, lo que equivale caminar una cancha de fútbol profesional 24 veces. En sus trayectos recoge las flores marchitas, los escombros, desyerba los andenes, poda las tumbas que tienen maleza, remoja la danta y recoge basura. López García comenta que aunque la gente cree que en el cementerio asustan, no entiende por qué piensan así, aclara que el único susto es a veces cuando los que están recién enterrados en bóveda se estallan por que los gases se acumulan.
Camina entre los osarios huyendo del sol, de repente comienzan a gritar su nombre, él va hasta donde una señora que desesperada sostiene a su hija desmayada. Descarga sus tijeras y ayuda a sentar a la mujer.
Corre a comprar agua, mientras tanto la señora llora y le suplica a su hija que se vayan ya, que necesita descansar, comer algo y prestarle atención a su otra hija. Cuando López García regresa, la mujer ya ha vuelto en sí.
Él se mantiene a su lado y cuando ella se siente mejor, se levanta y regresa hacia los osarios, en el camino menciona que la mujer lleva dos días cambiando la tumba de la hija, le había traído dos ángeles de un metro de altura cada uno y un corazón de rosas rojas y blancas para ponerle por su segundo aniversario.
Cuenta que de tanto asistir al cementerio sabe quién está enterrado, cómo o de qué se murió, quién los visita y cuánto llevan aquí. Los usuarios y demás trabajadores del cementerio le quieren y respetan, incluso hay quienes de cariño le llaman ‘viejo’.
A lo lejos se oye la voz de personas que rezan, conversan, lloran y hasta gritan desesperados, otros solo guardan silencio. Un hombre sentado frente a una bóveda del costado derecho canta entre lágrimas Amor eterno, de Rocío Dúrcal.
Sentado en un tronco de madera reposa, desde que todos sus hijos son mayores de edad, López García no anda con preocupaciones. Sin embargo, apoya económicamente a dos de ellos. Desde ahí mira a dos sepultureros y un grupo de personas que presencia la exhumación de un cuerpo.
“Ese señor está entero porque se murió en Argentina y como había que traerlo hasta aquí le echaron mucho formol”, dice López García, a lo que añade que como estuvo seis años en bóveda, ahora lo van a pasar cinco años a la tierra. Dice que muchas veces cuando los sacan están con la ropa en perfecto estado.
Cuando desenterraron a su esposa después de seis años bajo tierra estaba entera desde la rodilla hasta la cabeza y no quería volver a enterrarla. Pidió que la acomodaran en un osario que había comprado. Añade que cuando se muera también quiere que lo entierren, “porque Dios dijo que polvo somos y en polvo nos convertiremos”.
Sigue caminando, se detiene cerca de una tumba y menciona que el día del entierro de ese joven el cementerio se llenó de muchachos que vinieron en bicicleta. “Hace días los amigos regresaron, le montaron la cicla en la lápida y la mamá vino a advertirle que allá no fuera a competir con los ángeles, que a ellos no les podía ganar porque lo sacaban del cielo”, dice sonriente.
Continúa su recorrido, llega a un pasaje donde no llega el sol, allí recuerda que fue el lugar donde una vez lo llamaron pidiendo ayuda porque alguien había visto una sombra. “La gente normalmente cree que aquí asustan, no sé por qué, si los muertos no pueden hacer nada”.
Un sepulturero se dirige hasta donde está López García y le pide que lo apoye para el entierro de un niño, le indica dónde está el hoyo y Uriel se dirige a buscar los lazos con los que se ayudan para meter el ataúd en la tierra. Cuando los tiene listos se sienta en una banca, atento, porque en cualquier momento llegará la caravana con el cuerpo. Mientras alrededor deambula un grupo de personas que acaba de darle el último adiós a una señora.
Para López García es común convivir con la realidad de la muerte. A pesar de eso le tiene pavor a morirse. También narra que hay ocasiones, mientras presencia entierros, en que no puede contener las lágrimas. “Según mi creencia, cuando morimos vamos al purgatorio, de allá nos saca la Virgen del Carmen para ir a darle cuentas al patrón. Y los otros así purguen las penas se van al infierno”, concluye el administrador de tumbas. Esta es la historia de un hombre que sin esperarlo se convirtió en un cliente fiel del cementerio.
*Trabajo realizado en el curso de Entrevista de la Escuela de Comunicación y Periodismo de la Universidad de Manizales.
Santos y difuntos
El Día de todos los santos y el Día de muertos o Día de los difuntos se conmemoran hoy y mañana. Estas son festividades de origen cristiano. La primera se celebra “por los difuntos que, habiendo superado el purgatorio, se han santificado totalmente y gozan de la vida eterna en la presencia de Dios. La segunda tiene como objetivo orar por los fieles que han acabado su vida terrenal y que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio.
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