Aguas abajo, buscando el mar, como buscando a Dios para refugiarse y confundirse en Él, llevadas por el tortuoso cauce del río Guatapé, viajan las cenizas de quien muchos desde niños conocimos como el padre Valencia.
José Néstor Valencia Zuluaga fue educador de juventudes, párroco en varios municipios de Caldas, apologista exquisito del Evangelio de Cristo, ejemplar, fiel y sencillo de ese evangelio, estudioso, con toda la significancia que esa palabra implica, cultivado en los campos de la Teología y la Filosofía en la Universidad Gregoriana de Roma, materias de las que luego fue profesor por largos años, biógrafo de varios sacerdotes que fueron pastores santos de su grey, líderes cristianos de la gente humilde, promotores de la fe que extendieron espiritualmente la Iglesia y erigieron templos como apriscos para guardar su rebaño y alabar al Señor, entre ellos, Daniel María López y Amador Ramírez en Pensilvania, Gabriel Henao en Samaná y Manizales y Manuel Salvador Giraldo Valencia, su primo hermano, constructor de la hermosa iglesia de Palestina.
José Néstor Valencia Zuluaga fue un cultor del idioma. Algunos de sus poemas, cuentos y villancicos fueron destacados en el antiguo suplemento literario del diario LA PATRIA. Además de las biografías, escribió libros históricos sobre su pueblo natal y una compilación de cuentos de su autoría y leyendas del oriente de Caldas. Conversador delicioso e informado, matizaba algunas veces sus charlas de amistad, acompañado de su viejísimo acordeón, con melodías de la Italia que siempre añoró o con traducciones al italiano y al latín de canciones típicas colombianas, incluyendo las de carrilera, pues el humor nunca le fue ajeno. A propósito, habiendo sido un latinista consumado e investigador profundo del griego tanto clásico como moderno, pisaba con seguridad los caminos de la semántica, la lingüística y la semiótica lo que le valió para ser parte del selecto grupo que culminó la obra adelantada por el Instituto Caro y Cuervo sobre el Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, iniciado por Rufino José Cuervo en 1872. Los últimos tomos de la magna obra inmortalizan los nombres de dos investigadores caldenses, José Néstor Valencia Zuluaga y José Joaquín Montes Giraldo, el más erudito indagador de los dialectos de Colombia e Hispanoamérica, nacidos en Pensilvania y Manzanares respectivamente y fallecidos con apenas un mes de diferencia. Anciano y ciego físicamente pero con la mente pletórica de luz, el último trabajo de José Néstor fue una adaptación magnífica del relato sobre el Sebastián de las Gracias que envió a la Secretaría de Cultura del departamento para una posible publicación.
Durante las honras fúnebres en la ciudad de Medellín, la escritora Alba Gutiérrez Zuluaga, manifestó que “Tal vez el hecho de haber nacido en la esquina más bella de la plaza de Pensilvania, Caldas, y de escuchar a diario el tañir de las campanas de la Iglesia, despertaron en él desde muy niño, su vocación por el sacerdocio”.
Sí, una vocación por el sacerdocio a la que fue siempre fiel, pues amó la Iglesia como ninguno, hasta el final. Muchos le dieron la espalda cuando, en virtud de una atracción recíproca, pura y legítima, resolvió, después de más de treinta años de ministerio, amar a una mujer que por su bondad y formación espiritual, complementó su ser. Dura y rigurosa fue la Iglesia con él en esta difícil etapa de su vida. En casos similares no había habido tanta acritud. El áspero arzobispo de la época lo maltrató en su espíritu y ofendió su dignidad de hombre probo y justo. Después, el mismo jerarca terminó uniéndolos en matrimonio en la capilla de un convento en Bogotá. Aún en esas circunstancias, el padre Valencia, como lo seguíamos llamando, nos dio lecciones de magnanimidad, estoicismo y cristiana comprensión.
Concluyo este pálido boceto del mentor y el amigo, con las palabras de la panegirista de Medellín en su despedida: “Algo se muere en nosotros con los que se van, pero estoy segura de que todos los que compartimos este último adiós a José Néstor, estamos de acuerdo en que fue una maravilla encontrarnos con este ser dulce y transparente, que nos llenó de luz y nos permitió reafirmar nuestra fe en la grandeza y bondad de la especie humana”.
Rodrigo Ramírez González
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