Desconfianza y papeleo
Señor Director:
Avanza a paso lento la aplicación de la ley antitrámites. Muchos funcionarios, como si perdieran aquello que los justifica, siguen insistiendo en los viejos procedimientos. Después de tanta alharaca los papeles se siguen arrumando, los dedos entintando y las cédulas fotocopiando. Como ocurre siempre en estos casos la brecha entre la ley y la cultura no es fácil de zanjar. Como si de un rasgo de infancia se tratara, esta tara burocrática se remonta hasta el período colonial.
En aquel entonces, dada la distancia entre la metrópoli y sus colonias, cualquier norma o solicitud debía verificarse y validarse a través de un engorroso y complicado sistema de certificaciones, autenticaciones y testimonios. Con el rey a la cabeza de toda la administración colonial, una simple solicitud emanada desde la Nueva Granada debía viajar miles de kilómetros y pasar por múltiples manos. En esa telaraña transoceánica muchas solicitudes sucumbían a las dificultades del transporte o a los celos y rencillas entre funcionarios. Las que lograban su cometido se demoraban tanto en regresar que, al paso de los meses o los años, ya habían sido olvidadas.
Cuando una solicitud avalaba el nombramiento de un secretario, ese secretario ya había sido nombrado, ascendido y despedido un par de veces. Esta "administración a distancia" hizo metástasis en el Estado Republicano y como un tic institucional se quedó larvada entre nosotros. El traslado infinito de los documentos de una oficina a otra, la insistencia esquizoide en la firma y la huella, recuerdan la maraña procedimental instaurada por la corona en ultramar. Es tal el apego al trámite y al papel entre nosotros que la palabra y el juramento, instrumentos básicos del derecho penal anglosajón, no tienen en nuestra estructura legal un lugar significativo. Pero además de recordarnos nuestro pasado colonial, la insistencia en el trámite es muestra fehaciente del carácter receloso de nuestras instituciones. Muchos de los trámites, regulaciones y procedimientos que el nuevo decreto elimina así lo testifican.
El "certificado judicial", por ejemplo, derivado del viejo "certificado de policía", es un documento estigmatizador que presume que todos los ciudadanos son criminales, razón por la cual se les impone la obligación de demostrarle lo contrario al Estado. O las famosas "autenticaciones", un procedimiento inicuo que presupone que todo documento es falso si no lleva la firma y el sello del notario. Y así podríamos seguir, página tras página y artículo tras artículo del decreto 0019: la "huella dactilar", la "declaración extrajuicio", la "fe de vida", etc., procedimientos instaurados para verificar si el ciudadano es quien dice ser, si dice la verdad o, como si fuera poco, si efectivamente es un ser humano vivo. Casi que de rodillas y con las manos en oración, el ciudadano es obligado insistentemente a demostrar su inocencia o validar su identidad.
Si me pidieran un resumen tendría que decir que este decreto pone en evidencia uno de los rasgos más conspicuos de la idiosincrasia nacional: la desconfianza mutua como forma del lazo social: la de los colonizadores respecto a los colonizados, la de los blancos frente a los negros, la del patrón frente al obrero, la del vendedor frente al comprador, la del profesor frente al estudiante, la de las élites respecto a las clases populares. Una desconfianza entroncada en el Estado y convertida en el modus operandi de la administración pública. Propongo incluso que la ley antitrámites sea introducida en la Urna Bicentenaria como una muestra de nuestro carácter. Así, cuando los extraterrestres nos visiten, sepan a qué atenerse. Lo primero será tomarles la huella.
Sebastián Guerra Sánchez
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