El cambio de
la juventud
Señor Director:
He escrito en otras columnas sobre la importancia de la participación de la juventud en los procesos de cambio, pero su presencia como un deber social de cada persona consciente y en el correlativo derecho de contribuir a la causa común de su patria y de su pueblo. Y todos nos debemos proponer a invitar a los compatriotas que estén de acuerdo con los compromisos cívicos, a ocupar su posición de servicio a Caldas y a Colombia, a hacerle sentir nuestra protesta y nuestro afán de cambio al país político, llevar nuestra voz a todos los estadios nacionales, penetrar en las entrañas del trabajo regional y demandar el concurso de los sectores populares.
Pero no se podría hablar con seguridad sobre su eficacia; al pensamiento juvenil de los últimos tiempos puede, acaso, reconocérsele una cierta influencia indirecta sobre los escasos y relativos avances logrados en la orientación general de la política nacional o regional, pero no el influjo categórico y directo que correspondería a las declaraciones que suelen hacerse sobre la función transformadora que le compete cumplir a la juventud. Y ello porque entre esta y los estratos de la sociedad que ya no son jóvenes, media un estilo anómalo y poco positivo de relaciones.
Como por una tácita convención pactada quién sabe por quienes y quién sabe cuándo, en Colombia se acostumbra dar por sentada una peculiar división del trabajo entre las generaciones, dentro de la cual a los jóvenes se les acepta risueñamente una fogosidad que puede llegar hasta el desafuero, y a los que no lo son, una pasividad, un espíritu de transacción y una ecuanimidad que pueden llegar hasta el acartonamiento, la rutina mental y el absoluto quietismo. Entre nosotros, hasta la juventud es un empeño inconcluso, hasta la juventud se extingue prematuramente, hasta la juventud es interina.
Se habla con un amigo joven, y todo en él es rebeldía, tropel de protestas y resoluciones drásticas, radicalismo y exuberancia. Desde su punto de vista, el mundo entero está inverosímilmente mal construido, y antes de que irrumpiera la generación más reciente, ha sido aberrantemente mal gobernada. La norma vital de ese amigo es la anti norma, sea frente a las costumbres sociales o frente a los sistemas de valores vigentes. De pronto, habiendo transcurrido tan solo unos meses, cuando nada ha modificado sustancialmente la posición de los seres y las cosas en el universo, el amigo de marras es otra persona: un diploma, un sueldo, el ingreso en una de las instituciones consagradas de la sociedad - el matrimonio, la burocracia, un puesto en un directorio político, un club filantrópico, el ingreso a un gremio importante, una asociación de profesionales-, se han interpuesto entre su desborde juvenil y un concepto distinto de la vida y la consiguiente obligación de no volver a incurrir en las ligerezas de la edad primera. El amigo ha dejado atrás, con un solo acto indoloro pero crucial, el deporte, las camisas de cuello abierto y las ideas revolucionarias; ha regalado el tiple, el archivo de sus poemas y ha comenzado a experimentar una desconfianza por los movimientos de masas, el más sincero desprecio por las tesis de avanzada y una mezcla de contrición y de añoranza por sus épocas de mocedad. Un habitante más de su sociedad - un candidato a gerente, a Senador o a Ministro, dentro de las pautas del estatu quo- ha nacido, y mira a veces con temor, a veces con sorna, pero siempre como cosa extraña, a las floraciones de jóvenes ilusos que aspiran a no dejar piedra sobre piedra del orden tradicional.
Mario Amariles Ruiz
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