No existe la menor prueba de las actividades que ocurren en las sombrías catacumbas del Ministerio de Hacienda y Timos Constitucionales. Todo lo que se puede decir acerca del modo como se toman las principales decisiones económicas del país, forma parte de algún susurro, digno de la más exquisita teología voyerista. Incluso, la totalidad de los convidados a los ilustres contubernios macroeconómicos, aceptan una cláusula de confidencialidad, de la que solo se escapa algún vacilante borrador, el vapor que sale de las orejas del ministro cada vez que escucha la expresión sostenibilidad fiscal y los siguientes apartes de la discusión sobre la próxima reforma tributaria, confiados a esta redacción por un sibarita tecnócrata decepcionado:
Mi nombre es Gentil Tongo Galindo y desde los días en que Rudy Hommes le enseñó a la Nueva Granada a perder el pudor productivo y así disfrutar del derecho de pernada de los importadores, formo parte de lo más transcendental de la tecnocracia ultramontana y de las plantas del Ministerio de Hacienda y Timos Constitucionales. Mi vocación, desde muy temprano en la vida, fue mezclar la valoración económica de la vida humana, con aprovechar cualquier oportunidad para explotar las posibilidades sadomasoquistas de un balance. Así que se pueden imaginar la frustración que significó la década (bueno, se sintió igual que una década) en que Oscar Iván convirtió las reuniones del Ministerio en la persecución camandulera, de la mejor forma de ocultar lo mentirosa que puede resultar una zona franca.
Afortunadamente el espumeante retorno al poder de la prosapia capitalina, anunciaba el regreso a la era en que la liquidez del estado se medía por la cantidad de whisky con la que se amenizaba un desayuno de trabajo. Por lo menos eso esperaba yo.
En consecuencia, mi entusiasmo se vio condenado al superávit hedonista. Fue Fanny mi secretaria Krugmariana, la cómplice, cuando posó sobre mis manos la convocatoria al cónclave destinado a definir la reforma tributaria. La invitación especificaba que la velada se desarrollaría siguiendo la ruta franciscana de una fiesta yiff. En otras palabras, los funcionarios del Ministerio, vestidos de animales de peluche, daríamos rienda suelta a nuestras maromas sexuales, mientras debatíamos como gravar todo lo que produzca sombra. Igual que en los tiempos del gocetas, Guillermo Perry, la palabra de seguridad, seria ¨progresivo¨.
No quisiera aturdirlos con los detalles de las nauseas que sentí al percatarme que ninguno de mis pares tenia algún tipo de compromiso con el paganismo furry. Parece que lo único que hace crecer el arma de difusión masiva que esta nueva generación de alcabaleros ocultan en sus pantalones, son las discusiones sobre como aumentar el recaudo, multiplicar el numero de contribuyentes y el diseño de la manera ideal de hacer deducible la tercerización del contacto físico con sus amantes.
Al final, la única razón para estar disfrazados de conejos, gatos y zorros de peluche era poder ocultar el bochorno que produce en un grupo tecnócratas, criados en el patronato del Consenso de Washington, una orgía de propuestas impositivas basadas en la elefantiasis incurable del estado, que promueve el tartamudo cerebro del presidente. La peor fiesta yiff de la historia occidental y el despertar de una nueva era tributaria.
El resto de la noche me convierto en el rehén de un culto de burócratas índigos, que por algún motivo creen que el reformismo redundante es un estilo de vida. Esta particular trinca de funcionarios, que se distinguen por pedir dos codeudores con propiedad al momento de prestar un lápiz, se sumergen en las tribulaciones de un frenético debate sobre cual es la mejor receta encaminada a recuperar el equilibrio karmico del fisco. Todo por vía telepática y sin despeinar ni uno solo de los pelos que escasean en sus alopécicas testas.Para cuando mi ectoplasma busca el teléfono de un cazafantasmas o al menos el de un exorcista, con la intención de practicarme una eutanasia, el iluminado ministro Juan Carlos Echeverry, da por saldada la conversación. Echeverry es un economista de primer nivel en el hemisferio, que alcanzó la popularidad mediática gracias a sus instantáneas tautologías sobre la cantidad adecuada de mermelada que debe salpimentar una papeleta de bazuco.
La orientación central de Echeverry es cultivar la cuota inicial de cabello necesaria para un copete y que la reforma tributaria pueda matizar las consecuencias derivadas de entregarle la política fiscal, en los últimos años, a un grupo de licántropos bipolares: excesivamente generosos con las empresas y apasionados con los bombardeos de saturación de impiedad sobre los contribuyentes.
Es así como la ambición cósmica del ministro y sus esbirros, se atreve a soñar con una fórmula que combine las vibraciones rítmicas de un inquisidor, con el apetito tributario de un encomendero condenado a la obesidad mórbida. El primer paso, del flamante modelo, consiste en embutir el aura de las empresas dentro de un corrector de postura, que les haga imposible volver a contorsionarse lo suficiente como para abusar de los descuentos, las deducciones y las exenciones. Es decir, sacar al sector productivo del laberinto de gabelas impositivas y proscribir una joya del folklore nacional: los regodeos con los mecanismos de creatividad financiera.
Llega el amanecer y con mi estómago al borde del golpe de estado, comienzo a sentir el potencial que la constante sonrisa del ministro tiene para hipnotizar. Y yo que perenemente había pensado que reírse todo el tiempo convierte a cualquiera en el perfecto sinónimo de badulaque. El ministro en vez de ordenar que traigan el desayuno, dice que para renovar su energía vital es suficiente con la promesa de una fresca matemática fiscal, en la que un peso corporativo solo puede recibir un peso de beneficios tributarios. La aritmética del ministro tiene sentido siempre y cuando la segunda etapa de la reforma, permita a los funcionarios de la Dian (la oficina de usurpaciones legales), luego de cobrar el tributo de renta, estirar sus garras por el sendero de los gravámenes a los dividendos y al giro de utilidades al exterior. Todo del mismo bolsillo empresarial.
El anunciado endurecimiento impositivo despierta a los neoclásicos de la congregación, los cuales se caracterizan porque la única utilidad marginal de la que no dudan es la de los narcodependientes. Pero inmediatamente, el ministro en su verborrea holística y con la misma precisión que tuvo el orangután que practicó mi lobotomía, demuestra que apretar la proactividad estatal con la inversión privada, responde a la irremediable necesidad de adecuar el modelo tributario a las transformaciones de la coyuntura económica: los paraísos fiscales, los TLCS, las gambetas de los contratos de estabilidad jurídica y al urgente intento de recaudar algo de las burbujas, que han jalonado el pírrico crecimiento económico, antes de que estallen. Sin embargo, para convertirse en realidad, el nuevo galimatías tributario tendrá que enfrentarse al impertérrito cabildeo del sector empresarial. El cual, como es universalmente señalado, sabe morder en varios idiomas.
Si bien la suerte tributaria de las empresas puede levantar alguna clase de polémica entre los técnicos del ministerio, la totalidad de los presentes en la reunión, además de compartir el tono de nuestros ronquidos, concordamos en que el tributo de los ciudadanos que dependen de sus salarios, es un imperativo terapéutico para la salud del estado. Es que no hay mejor demostración de amor por la patria que colaborar en los gastos en que se incurren, por la irreparable adicción a los fuegos artificiales de los squatters del parlamento y la corte constitucional.
Olvídese de los terroristas, para un autentico tecnócrata los evasores y elusores son los verdaderos herejes del estatismo, claro mientras no formen parte de de los creadores de empleos. Es así que el reto que nos obsesiona a los funcionarios del ministerio es utilizar la reforma tributaria a manera de multiplicador de la base tributaria, hasta que la declaración de renta sea parte absoluta de la vida del conjunto de la sociedad. No obstante, para esta ocasión se busca un enfoque que pueda seducir a los ciudadanos a entrar sonrientemente al paraíso de la tributación. Nada que ver con los sueños mockusitas de instalar cepos en las plazas principales o el deseo reprimido de la dóberman kertzman de empanar a los evasores.
El nuevo paradigma surge de una violenta meditación colectiva, bajo el mantra de IMAN. La idea es remplazar el absurdo conocido como la renta presuntiva, por una forma fácil de declarar renta, que si se hace voluntariamente, para los trabajadores con bajos salarios, tenga como consecuencia la devolución del impuesto pagado. Los primeros beneficiados serán 3.5 millones de trabajadores que ganan menos de dos salarios mínimos y a los que en la actualidad se les retiene en la fuente algo cercano al 10% de los ingresos (6% por contratos de prestación de servicio y 10% por honorarios). Me cuesta imaginar como el ministerio va enviar cheques de devoluciones, pero el ministro me tranquiliza. El dinero regresará a los contribuyentes siguiendo el itinerario de programas de asistencia social a los que a muchos en su posición social, no se les permite acceder.
Asimismo el IMAN y los demás artículos referentes a los asalariados, incluyen una depuración de las deducciones permitidas para la base del impuesto a la renta. Por ejemplo los aportes a pensiones voluntarias, los pagos a terceros y la deducción por los gastos en medicina prepagada. Si adicionamos los impuestos indirectos (IVA, Gravamen a los Movimientos Financieros), los tributos departamentales y municipales, la nueva era tributaria terminará llevando a más ciudadanos al modelo que ha padecido por años el sector de la clase media descendente: sacrificarse hasta el agotamiento para convertir la ignorancia de sus hijos en petulancia, para que cada paso de progreso material que se da signifique un nuevo cobro por parte del gobierno y el retorno equivalente a lo tributado ocurra casi siempre en el plano de lo paranormal. Algo así al paralelo a ser desollado vivo, contumazmente. Tendría que añadir que es una suerte contar con el autoindulgente carisma del ministro y el musculo político de la Unidad Nacional. Sin semejante fuerza semántica, socializar la reforma tributaria seria tan fácil como venderle a alguien apellidado Goldstein, un tiempo compartido en Auschwitz durante el verano de 1941.
Ya se pasó la hora del almuerzo y después de 18 horas de discusión, el ministro insiste en remplazar los imprescindibles alimentos con generalidades que se autoproclaman como argumentos. Cuando me pregunto si mi siguiente paso laboral tendrá que ver con la puesta a punto de la reforma, el ministro, que siempre me ha adorado, me encomienda el diseño de los artículos referentes a si el dinero de un secuestro forma parte de la renta sintética de los chusmeros o es una ganancia ocasional. No puedo evitar sentir envidia de los primitivistas. Tal vez, si no vuelvo a salir del closet que tengo en Chapinero, no tendré que declarar renta por la mugre que siembro en mi ombligo. O en el mejor de los casos podré acceder a los descuentos que se prometen al sector agrario. Y es que del mismo modo que diría aquel taquillero protagonista del magnicidio de Dallas, no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate cuanto te va a cobrar el estado por ello.
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