Estaba “extasiada” frente al hotel Luxor de Las Vegas, cuando un transeúnte le preguntó sí le gustaría conocer el Valle de los Reyes o las pirámides de Guiza en las inmediaciones del Cairo. ¡NI RIESGOS!, para que tanta incomodidad si esto es más atractivo, limpio y mejor; luego agregó con algo de malicia; además aquí tenemos un estupendo casino...
Salvadas las proporciones, hemos visto una especie de plaga remedando nuestra arquitectura tradicional, sin criterio alguno se siente autorizada para construir estructuras de concreto y ladrillo acicalándolas después con balcones, chambranas y una hostigante paleta de colores para abusar de la ingenuidad de los turistas y hacernos sentir que estamos ante verdaderas joyas de la colonización antioqueña mientras, se tergiversa de raíz, el origen cultural que las hizo posibles.
Un craso error de lo que significa pertenecer al Paisaje Cultural Cafetero que, desde sus orígenes, ha consistido en la búsqueda de un mundo mejor bajo la tutela de un humanismo propio que tiene por encargo hacer que la vida en sociedad sea una realidad cultural, pionera y civilizada. Se ha vuelto imperativo preguntarse, ¿cómo se aborda el tema?, a raíz de la exigencia del Ministerio de Cultura de avalar los espacios públicos, las edificaciones a intervenir o los proyectos que se han de construir en el territorio del Paisaje Cultural Cafetero.
Leyendo el Periódico de Casa (21-02-2024) me encontré que había publicada una injusta diatriba acerca del libro sobre arquitectura vernácula, editado por el fotógrafo manizaleño Carlos Pineda, quien, con paciencia de amanuense medieval, hizo una exhaustiva compilación titulada “Color tropical cafetero” para la cual recorrió una gran mayoría de los pueblos colonizados por los antioqueños a partir de la segunda mitad el siglo XIX. Tarea que en sí misma es de un enorme valor patrimonial.
En una esquina están los “fundamentalistas” que consideran el patrimonio como algo estático, en consecuencia se resisten a aceptar la dinámica propia de una sociedad que busca afanosamente cómo responder a las exigencias del mundo presente y que se encuentra decidida a “aggiornar”, aunque sea a tientas, el patrimonio que les tocó en suerte. En la otra, los que se sumergen en la historia para encontrar las claves que les permita renovar el espíritu original, resignificar sus estructuras y catapultar ese pasado hacia un futuro lejano. Extraer el zumo de la historia consignado en esa arquitectura vernácula nos permite visualizar el porvenir, máxime cuando el mundo se reservó para sí un territorio que fue modelado simultáneamente, con las generaciones que lo trabajaron durante poco más de un siglo.
El color es un atributo característico de nuestra apropiación territorial, basta recorrer las extensas zonas populares de nuestras ciudades y veredas para encontrar exquisitas policromías, rebosantes de libertad para entender la capacidad expresiva de una población que a pesar de la pobreza, siempre ha encontrado la manera de comunicarse con el resto de sus congéneres. Esto a excepción de las campañas de embellecimiento barrial promovidas por comerciantes de pintura que asignan sus “sobrantes” de color mientras coartan la posibilidad de una comunicación espontánea y sincera.  
Y, por supuesto, de aquellos que se dejan “alienar”, pintarrajeando sus casas con combinaciones estridentes, para atender “místeres” de distintas nacionalidades, más ávidos de experiencias fuertes que de conocer la rica simiente que las hizo posibles. 
Limitarse a lo epidérmico, a la vista fugaz de una imagen que no se ha mirado jamás, niega de plano las claves necesarias para entender quiénes somos y mantenernos en babia sin saber dónde se encuentra el futuro.