En alguna ocasión le pregunté a mi padre cuál era su personaje de ficción preferido. “El Quijote”, me contestó. Nuestro padre tenía la apariencia de El Quijote: longuilíneo, de rostro delgado y cuerpo seco. Como El Quijote, traducía sus deseos en realidad, transformaba lo complejo en simple, y sus virtudes caballerescas eran el valor, el coraje y el honor. Seguía los consejos de El Quijote: vestir bien, no comer ajo ni cebolla, caminar y hablar lenta y pausadamente. Sí. Nuestro padre anduvo por este mundo como un Quijote. Pero a diferencia de El Quijote, que fracasaba en todo lo que emprendía, nuestro padre fue exitoso en todo lo que emprendió.
Durante su larga vida, transitó muchos caminos. Se graduó como ingeniero químico y se forjó en la industria. Fue motor y creador de industria en Manizales, ciudad del café. Como gerente de Tejidos Única fue pionero en Colombia de las exportaciones de textiles, por lo cual el presidente Carlos Lleras lo honró con la medalla del exportador, distinción otorgada por primera vez en Colombia. Exportar textiles desde Manizales era un proyecto quijotesco, pues debían atravesar ariscas montañas por carreteras prácticamente inexistentes, hasta llegar al puerto. Su prestigio como empresario lo llevó a ser Gerente del Instituto de Fomento Industrial, el órgano de gobierno encargado de promover la industria en Colombia. Luego, fue llamado para ser el presidente de todos los industriales colombianos, y así lo hizo como presidente de la ANDI. También fue minero. Reunió capitales privados para la creación de Mineros Colombianos, empresa que presidió, para llevar a cabo lo que en esa época se denominó la nacionalización de las minas de oro en Colombia.
Varios presidentes lo llamaron a ocupar cargos públicos. Su periplo por ese sector lo inició como alcalde de Bogotá, a instancias del presidente Alfonso López Michelsen. Fue el alcalde que creó nuestra emblemática ciclovía bogotana, posteriormente masificada por sus sucesores. Los presidentes Belisario Betancur y César Gaviria lo convocaron para sacar de la ruina a dos empresas públicas: el Banco del Estado y el Banco Cafetero. Además de ser industrial, banquero y administrador público, fue diplomático. Como tal, fue Embajador de Colombia ante el Reino Unido y Director Ejecutivo del Banco Interamericano de Desarrollo por Colombia y el Perú. Nunca buscó ocupar esas posiciones. A él lo buscaban los presidentes por lo que él representaba, por lo que él irradiaba, por lo que él predicaba: la honradez, la rectitud y la ortodoxia, todas ellas, en letras mayúsculas.
En todos los cargos públicos que ocupó, jamás hizo concesiones a la ortodoxia de la cual estaba hecha su condición humana, y sobreponía los intereses institucionales a los intereses políticos. Como en la política invariablemente se presenta un choque entre esos dos intereses, esa tensión siempre se resolvía a los pocos meses de iniciada su gestión, con la llegada a Palacio de su carta de renuncia. Tener siempre en la mano la renuncia, le permitió ser un exitoso administrador de los bienes públicos. Su divisa era, los dineros públicos son sagrados.
De las virtudes caballerescas, la que más cultivaba era el honor. Sospechar de él equivalía a ponerlo en duda. La confianza que generaba lo llevó a ser personaje clave en la solución de la crisis financiera de los 80, lo llevó a ser gerente de la campaña presidencial de Luis Carlos Galán y de César Gaviria, y lo llevó a ser el veedor de ética de otra campaña presidencial, una posición en la que sólo duró un par de meses.
Cuando estalló el escándalo que dio origen al llamado proceso Ochomil, nuestro padre era el secretario del Partido Liberal. Como el director del partido no aparecía, lo sustituyó y encerró por varios días al Comité de Ética a estudiar el caso. El resultado fue la expulsión de quince miembros del partido liberal. Cuando los altos mandos del partido desautorizaron su decisión y le ordenaron reversarla, contestó: “Cumplo con mis deberes como yo los entiendo, y no me tiembla la mano para hacerlo”. Ese era su carácter. Vertical.
La vida de Luis Prieto Ocampo fue una aventura permanente. “Yo me lanzo al agua sin salvavidas”, solía decir. Además de industrial, minero, banquero, alcalde, diplomático y político, fue agricultor: cultivó cacao, plátano y flores. También fue constructor, y hasta incursionó en el comercio al detal con una distribuidora de textiles. Cuando el presidente Gaviria le preguntó qué le gustaría hacer en su gobierno, respondió que algo difícil. Con ese espíritu fundó una empresa cuyo objetivo era rescatar empresas quebradas. “Nunca un buen capitán se destaca en aguas mansas”, solía decir.
Fue columnista de los periódicos El Tiempo, El Espectador y La Patria de Manizales, en donde comentaba el quehacer nacional. Sus escritos se caracterizaban por la independencia de pensamiento y por el llamado estilo greco caldense.
Estar en presencia de Luis Prieto Ocampo era estar frente a una enciclopedia de la naturaleza humana. Sin exagerar, era infinito en sus experiencias de vida. Por su sabiduría, muchas personas le pedían consejo. La solución era siempre la misma: crear una empresa. Como el Quijote, él imaginaba lo que veía, y se lo creía. Su personalidad no tenía pliegues, infundía respeto desde el primer contacto.
Luis Prieto Ocampo fue un hombre que nació elegante. Fue elegante en el vestir, elegante en sus gestos, elegante en su forma de hablar, elegante en el cuidado personal. Nunca economizaba. Fue un galán con las mujeres. Gran conversador. Nunca alzaba la voz, pero su mirada podía ser fulminante como un rayo. Tenía la autoridad del as de espadas. Su pasión fue el golf, que lo practicó hasta hace tres meses, cuando el cuerpo lo empezó a abandonar. En los eventos familiares, como pater familias, nos machacaba hasta la saciedad el valor de la honestidad. Fue severo y generoso con sus hijos. Practicaba una disciplina espartana. Su actitud ante la muerte era que ella, no se metería con él. Nosotros alcanzamos a creer que era eterno.
Partió de este mundo dándole gracias a la vida. El epitafio en su tumba dirá: “Aquí yace un hombre que fue recto y honesto”. Qué gran herencia la que nos deja. Nuestro padre partió para seguir los pasos de nuestra madre Beatriz, que le dio diez hijos, y de nuestro hermano Luis Guillermo. Deja a Luz Marina, con quien compartió más de 40 años de vida y a quien amó. Las dos últimas palabras que pronunció antes de salir de este mundo fueron: Luz Marina.
Luis Prieto Ocampo fue un industrial, minero, banquero, alcalde, político, agricultor, diplomático, constructor, asesor, periodista, comerciante, empresario golfista; tuvo dos mujeres, 14 hijos, 22 nietos y 13 bisnietos.
Papi, muchas gracias por todo lo que nos enseñaste de palabra y de obra. Tus hijos, así como tus nietos y bisnietos seguiremos tu ejemplo y huella.
Diego Prieto Uribe
Mayo 16 de 2018
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