No estaba preparado para hablar hoy. Es que nada en la vida puede prepararlo a uno para esto. Trato de buscar palabras que te hagan justicia, Padre, pero ninguna está a la altura de lo que fuiste. De lo que significaste. De lo que nos enseñaste.
Es difícil de entender. A esta hora deberíamos estar desayunando en La Ricura. Tú habrías ya pedido ese café negro cargado y esa jarra de jugo frío. Esas dos empanadas, con la condición de que estuvieran bien tostadas, y un pandebono, que nunca faltaba, para llevar y compartir con el portero. Después del desayuno te habrías instalado en el solario de la casa, habrías esparcido con cuidado la comida de los pájaros en el jardín y te habrías zambullido en uno de esos crucigramas cuyas respuestas ya sabías de memoria.
Pero en cambio estamos acá, despidiéndote para siempre. Esas cuatro esquinas de la casa se sienten desoladas. El solario amanece opaco hoy sin ti. ¿Cómo se llena ese vacío tan profundo? ¿Cómo se cura tanto dolor, tanta añoranza? ¿Cómo se hace para vivir en tu ausencia?
Uno de mis amigos—uno de esos a los que tú tanto quisiste—me ha insistido un par de veces que las personas solo mueren de verdad cuando las hemos olvidado. Qué cierto es eso. Nos dejas entonces tus recuerdos. Tu legado. O, mejor, permaneces entre nosotros a través de esos recuerdos. De ese legado.
Y qué legado, Padre. Qué legado de decencia, de honorabilidad, de lealtad, de familiaridad, de sabiduría, de cariño, de desprendimiento, de trabajo duro, de fraternidad, de profunda empatía, de pragmatismo, de modestia, de franqueza, de amabilidad, de humor, de nobleza.
Entre el día que nos dejaste y hoy hemos recibido mensajes en tu honor como no te imaginas. Desde los cinco continentes me han escrito personas que interactuaron contigo por apenas un par de minutos o de horas. Y a pesar de las barreras del idioma—de las barreras culturales—todas coinciden en una cosa: todas han hecho énfasis en tu amabilidad y carisma. Un par de gestos, una sonrisa y una mirada bastaban para entender de qué estabas hecho. Para detectar tu nobleza. Para identificar y sobrecogerse con tu corazón ligero y amoroso.
Ahora imagínate qué sentimos los que estamos hoy acá. Los que tuvimos la gran fortuna de tenerte en nuestras vidas por más de unos minutos o unas horas. Tus amigos, a los que quisiste con el alma. Esos hermanos que escogiste y que con amor fueron a recogerte entre las montañas. Tus hermanos y hermanas, reunidos todos, como habrías querido, en tu honor. Tus sobrinos y sobrinas, esos que fueron tus hijos antes que nosotros. Pedro, esa réplica de todo lo bueno que representas. El amor de tu vida, mi mamá, con quien compartiste más de la mitad de tus días y de tus noches. El amor de ustedes es ejemplo. Es inspiración.
A las 9:00 de la noche del miércoles, con ese profundo cariño que te caracterizaba, nos escribiste a los tres por el chat. “Familia hola. Ya voy a apagar la luz. Los quiero mucho. Descansen”. Un par de horas después, la luz en tu cuerpo se apagó para siempre. Se apagó de la manera más digna. De la manera que solo alguien como tú se merece. Se apagó en la paz y la calma de la noche, entre las paredes de bahareque que construyeron tus antepasados, entre las montañas que tanto trabajaste, rodeado por los caminos de herradura que recorriste con la Tita, entre el murmullo arrullador de esa cascada que te vio nacer y crecer. Pero la luz de ese amor con el que te despedías cada noche—de ese amor con el que se despediste de nosotros en tu última noche—vive en nosotros y vivirá en nosotros para siempre, hasta que nos volvamos a encontrar.
Sergio Londoño González
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