El atentado terrorista de ayer a la Escuela de Cadetes Francisco de Paula Santander, en Bogotá, en el que 21 personas murieron y 68 resultaron heridas, nos devuelve a épocas de terror que no quisiéramos volver a sufrir. Los primeros resultados de las investigaciones señalan que una camioneta gris Nissan Patrol, cuyo propietario fue identificado como José Aldemar Rojas Rodríguez (quien tendría una mano amputada), ingresó abruptamente a las instalaciones con unos 80 kilos de material explosivo pentolita, que detonaron poco después en el parqueadero de la institución. Todavía no es posible determinar la autoría del ataque, aunque los organismos de investigación ya tejen varias hipótesis.
Con este acto demencial regresa el terrorismo a la capital de la República, atacando la médula misma de los organismos de seguridad, ya que en esa escuela es donde se forman los oficiales de la policía colombiana. Se trata, sin duda, de un descarado desafío al Estado por alguna organización criminal que tiene un claro interés de debilitar las instituciones y sacar ventaja en medio de la violencia. El hecho de que la matrícula del vehículo utilizado sea del departamento de Arauca, departamento fuertemente golpeado por la guerrilla del Eln (el mismo grupo que el 27 de enero del año pasado perpetró un ataque parecido contra instalaciones de la policía en Barranquilla, en el que murieron cinco agentes), deja mucho qué pensar.
Además, los actos terroristas más recientes en el país involucran a esa guerrilla, que muestra cada vez menos voluntad de querer una paz negociada con el Gobierno. La semana pasada miembros del Eln derribaron un helicóptero civil en el Catatumbo (Norte de Santander) con el propósito de robar el dinero que en él se transportaba y secuestró a sus tres ocupantes. Debemos recordar, además, que hace año y medio, un petardo puesto en el baño de mujeres del Centro Comercial Andino, en Bogotá, fue atribuido a milicias del Eln. Allí murieron tres personas. De llegar a confirmarse la participación de esta guerrilla en el atentado de ayer estaría prácticamente clausurada la posibilidad de avanzar en posibles diálogos de paz.
Tampoco las autoridades descartan que organizaciones como el Clan Úsuga o las disidencias de las Farc puedan estar detrás de estos hechos cobardes. Los dirigidos por alias Otoniel ya han usado explosivos en otras ocasiones para causar temor, y tienen recursos para generar una operación terrorista como la de ayer, y en las disidencias de las Farc hay, con seguridad, quienes conocen acerca del manejo de explosivos, y tras la baja de alias Guacho tal vez quieran enviar mensajes de que siguen vivos.
El hecho de activar un carrobomba con tal cantidad de material detonante y ser capaces de ingresarlo a una instalación oficial como la Escuela General Santander requiere complejas labores de planeación y capacidad bélica que genera profundos interrogantes. Adicionalmente, que esta vez se tenga la aparente actuación de un kamikaze hace todavía más difícil poder llegar a conclusiones claras acerca de la autoría del ataque. De todos modos, esperamos que el Estado actúe y establezca con claridad el origen del ataque, y que de manera contundente castigue a los responsables.
Lamentamos profundamente la muerte de 21 personas en este miserable acto terrorista y nos solidarizamos con sus familias. De igual manera esperamos la pronta recuperación de los heridos, que de manera imprevista ven interrumpidas sus rutinas y tendrán efectos traumáticos para sus vidas. Colombia entera debe rechazar acciones como esta, que creíamos ya superadas, pero que nos recuerdan que tenemos como país el difícil trabajo de lograr el fin de la violencia y consolidar la paz. No podemos dejarnos amilanar frente a las posibilidades de tener en el futuro un país mejor.
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