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Cuando una persona que ha estado en la guerra contra el Estado decide abandonar las armas y acogerse al sistema democrático, no solo está mostrando voluntad real de paz sino que se convierte en un potencial constructor de un mejor país. Eso es lo que representan los desmovilizados de la exguerrilla de las Farc que ahora, de civil, y sin ánimos de continuar las confrontaciones bélicas pretenden construir nuevos proyectos de vida a partir de actividades económicas colectivas o particulares o haciendo uso de la política.
Si los colombianos no quieren que esas personas regresen a sus épocas de violencia en las que se causaron tantos dolores a la sociedad, es fundamental ayudarles a concretar esos nuevos proyectos, por lo menos sin abrir campo, con el silencio, a que otros los amenacen, los ataquen y los maten, como infortunadamente ocurrió la semana pasada con dos excombatientes en el municipio de Peque (Antioquia), hecho que fue repudiado por las Naciones Unidas y la Unión Europea, instancias internacionales que vienen acompañando el proceso de paz colombiano y que han advertido acerca de los peligros de permitir que lo acordado con los ahora dirigentes del partido FARC pueda resquebrajarse.
Está claro que los exguerrilleros Wilmar Asprilla Allim y Ángel de Jesús Montoya desarrollaban tareas políticas con miras a las elecciones del Congreso de la República del próximo 11 de marzo, y su asesinato enturbia el panorama de la antesala electoral y genera incertidumbres en quienes optaron por dejar la violencia para tratar de insertarse en la democracia colombiana. Por eso es tan urgente que el Estado colombiano no solo investigue y aclare esas muertes, sino que tiene que seguir garantizando la seguridad de quienes pueden ser blancos de la violencia por razones políticas. Debemos recordar lo acontecido en los años 90 del siglo pasado, cuando la Unión Patriótica (UP) fue prácticamente borrada del mapa por las fuerzas oscuras del paramilitarismo, lo que también influyó para que el conflicto armado se agravara al punto que llegó en la década del 2000.
En nuestro país hay mucho aún por hacer en la protección de los derechos humanos, de la participación política y de la seguridad de las comunidades locales. Es grave que desde junio pasado, cuando la exguerrilla de las Farc terminó de entregar sus armamentos, hayan sido asesinados 34 desmovilizados, lo que envía un mensaje inquietante acerca de que hay algunos en Colombia que están interesados en que el conflicto armado que tanto daño ha causado durante décadas al país se mantenga y se alimente, y que no haya opciones políticas para esas personas que buscan ahora una convivencia pacífica.

El ministro del Interior, Guillermo Rivera, se comprometió a nombre del Gobierno Nacional a prestar una mayor protección a los exguerrilleros, pero eso es algo que no puede quedarse en la retórica, sino que se deben establecer mecanismos que blinden la seguridad para las vidas de esas personas. Desde hace meses numerosas comunidades vienen denunciando los asesinatos de líderes sociales a manos de toda clase de actores armados que solo pretenden desestabilizar el país y debilitar la construcción de la paz, en defensa de sus ilegales negocios del narcotráfico y la minería ilegal. Es el caso del llamado Clan del Golfo frente al cual es necesario que haya operativos militares más enérgicos. Tampoco el Gobierno Nacional puede descargar toda la responsabilidad de seguridad de líderes sociales y de exguerrilleros en los alcaldes y gobernadores, quienes no cuentan con herramientas suficientes para lograr los objetivos de protección. No pueden repetirse estos episodios de violencia en un momento tan crítico como el actual.