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Es lógico que persista un sentimiento de desconfianza ante las Farc, un grupo que durante cerca de 53 años se dedicó a la lucha armada y que en las décadas recientes protagonizó actos terroristas reprochables que no podrán olvidarse. Es entendible, por eso, que no haya euforia en el país ante el hecho de que abandonen sus armas con la promesa de no regresar a ellas, pero los colombianos tampoco podemos perder la perspectiva histórica y la innegable importancia del asunto y debemos ver con regocijo, así sea prudente, que el hecho de que unos 7.300 subversivos dejen atrás la guerra y expresen de manera concreta su deseo de paz es una noticia muy positiva, la mejor en muchos años en Colombia.
Aún a comienzos de esta década se veía imposible que la guerrilla más antigua del continente entregara sus armas y sus miembros se decidieran inermes a participar en la vida civil y política. Hoy esa es una realidad que debe ser saludada y celebrada por todos los colombianos, porque el ahorro en vidas humanas será mayúsculo, al quedar atrás esos aciagos episodios de violencia que llenaron de sangre el territorio, sobre todo amplias zonas rurales a las que se espera que regresen miles de campesinos que huyeron bajo la amenaza de toda clase de grupos armados que pusieron en peligro sus vidas. 
La responsabilidad ahora de los colombianos es cuidar que no haya retrocesos en la historia, y que así como no podría tolerarse que los miembros de las Farc retomen las armas, tampoco que se repitan situaciones como la de la Unión Patriótica (UP), grupo político desaparecido a manos de grupos armados de ultraderecha que impusieron sus actos de odio bajo el argumento de la venganza. No es tiempo para más odios en nuestro país, es por el contrario el momento en el que debemos aprender a convivir de manera civilizada con quienes piensan distinto, bajo la premisa de usar solo las palabras como legítimo instrumento de lucha en la contienda política.
El día de ayer transcurrió sin mayores emociones para gran parte de colombianos que piensan y actúan con justificable cautela, pero con seguridad en décadas futuras será visto todo el peso de su importancia histórica. Sería clave que los diálogos con el Eln también avancen rápido y se concrete muy pronto su desarme para que el panorama de la paz en el país sea más amplio y podamos superar la apatía. Los colombianos deberíamos aspirar a que en el porvenir tengamos una política que además de desprovista de violencias también se caracterice por su limpieza, seriedad y real aporte al bienestar general.
En el inmediato futuro, tras la entrega de 7.132 armas a las Naciones Unidas terminada ayer, se tendrá plazo hasta el 1 de agosto para que quede almacenado todo el arsenal de los 26 campamentos y sean extraídos los contenedores de las zonas veredales, para que desde esa fecha tales lugares se conviertan en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación, donde los excombatientes empezarán a cimentar proyectos de vida nuevos alejados de la guerra y con la perspectiva de hacer aportes que resulten positivos para la sociedad. 
Es un hecho que hoy tenemos en el país las cifras más bajas de violencia en varias décadas, y es responsabilidad de todos trabajar para que esas cifras sigan en descenso. Las Farc han cumplido su palabra y el Estado y el pueblo colombiano no pueden ser inferiores al compromiso de cimentar una paz estable y duradera. Hay que destacar que en ningún otro proceso de este tipo ni en Colombia ni en el mundo se ha entregado tal cantidad de armas y ni el procedimiento de desarme ha sido tan transparente.

Como lo consideran las Naciones Unidas, este es innegablemente un modelo que debe ser puesto al servicio de la humanidad para acabar con los múltiples conflictos armados en el mundo. Para ello, no obstante, es fundamental que ese mismo organismo brinde todas las garantías de que para el 1 de septiembre próximo no quede una sola caleta con armas y que siga acompañando a Colombia no solo en el necesario esclarecimiento de la verdad, sino en la construcción de un nuevo país en el que impere la sana convivencia, el respeto por la diferencia y los principios fundamentales de la democracia.