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La reforma a la justicia es inaplazable. Ya han sido varios los intentos fallidos desde hace años por sacar del marasmo a esta rama del poder público, pero a pesar de la urgencia, cada que surge una iniciativa es diluida y confrontada hasta perder peso y terminar hundida, bien por algún mico de última hora, por conveniencia para no enfrentarse al poder de las magistraturas o simplemente porque ha habido en el país una conducta nefasta del estilo "hagámonos pasito".
Como lo prometió durante su campaña, el presidente Iván Duque ya tiene armada la que será la columna vertebral de una propuesta para reformar las instituciones judiciales, que tienen una deuda grande con el país. La falta de atención oportuna de la justicia, de decisiones técnicas, de aceptar mediciones claras en su trabajo llevan a una desconfianza que se traduce en que ciudadanos piensen en soluciones de los problemas por cuenta propia o en restarle legitimidad a decisiones judiciales. Esto, por supuesto, agravado por los problemas de corrupción que se han destapado en esos organismos.
Por eso, la propuesta inicial explicada por el Gobierno habla de restarles las competencias electorales a las cortes de una vez por todas y que solo conserven la correspondiente a la elección de fiscal general de la Nación, que es un funcionario judicial. Resulta importante pensar en suprimir las funciones electorales del Consejo Superior de la Judicatura y que si ha de conservarse sea una verdadera gerencia que ocupen no necesariamente abogados, sino que sean administradores, que se requieren precisamente para que lo jurídico funcione.
Hay que prestar mucha atención a la reforma que se pretenda de la tutela, que no sea para restringir su uso, sino para que no se abuse de ella, a lo que se ha llegado precisamente por la inoperancia de las vías ordinarias. Por este motivo, está bien que se hable de fallos de cierre, de respeto por las jurisprudencias que se sientan, pero que no se restrinja el acceso, que ha sido precisamente lo que ha permitido que este mecanismo sea usado ampliamente por los colombianos.
También es clave que se cierre la puerta giratoria. Resulta aleccionador que desde esos organismos se tracen las líneas para una exigente ética de lo público, que tenga entre sus inhabilidades litigar en asuntos afines a su función en las cortes en por lo menos cuatro años, es lo mínimo que se le puede pedir a alguien que ha intervenido en asuntos en los que ha incidido con sus decisiones, como debería hacerlo todo servidor público. Ese será punto de debate, pero ojalá sea aprobado en los términos en los que lo presentará el Gobierno.

Esperemos pues que el proyecto se enriquezca en los debates en el Congreso, pero que no se aproveche para que se torpedeen los necesarios cambios que requiere la justicia. Si esto es de reforma constitucional, pues que se proceda a los actos legislativos necesarios, pero es hora de que las altas cortes permitan de una vez ser reformadas para intentar algo diferente, porque lo que se viene haciendo no cumple con las necesidades del país.