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Todos los extremos son indeseables, sus fines persiguen generar problemas y no soluciones. Eso es, lastimosamente, a lo que estamos abocados en el escenario de las relaciones de Europa con el Medio Oriente, y que de manera concreta en la semana reciente involucran a los holandeses y los turcos. Los insultos y las decisiones unilaterales se han convertido en lo cotidiano, lo cual amenaza con enrarecer el ambiente en todo el continente, sobre todo en los límites entre Asia y Europa. Los nacionalismos exacerbados están generando tensiones que podrían salirse de control en cualquier momento. Ojalá que no.
Las elecciones generales que se realizaron el pasado miércoles en Holanda tuvieron una compleja antesala desde el fin de semana pasado, cuando ese país impidió el ingreso de dos altos funcionarios diplomáticos de Turquía, quienes pretendían participar en un mitin para convocar a los turcos holandeses a votar sí por el referendo constitucional que impulsa el presidente del país euroasiático, Recep Tayyip Erdogan, para acumular más poder. Vinieron así las tensiones entre los dos países, llenas de insultos y el surgimiento de disturbios populares en varios lugares de los Países Bajos. 
Se trata de un tema político que superó las fronteras transnacionales, pero que podría bajar de temperatura gracias al triunfo del actual primer ministro holandés, Mark Rutte, en las elecciones generales. Su mayor opositor, que se pensó podría arrebatarle el gobierno, Geert Wildes (un populista de ultraderecha), esgrimió en su campaña un discurso radical frente al islamismo, que le sirvió para obtener un importante respaldo en las urnas. 
Sin embargo, el comienzo de todo está en las acciones del presidente turco, quien pretende que el 16 de abril, con un referendo, los turcos transformen el régimen parlamentario en un régimen presidencialista, y así asegurar un dominio casi total desde el Ejecutivo. Para ello está en la tarea de reunir a unos 4,6 millones de turcos expatriados que viven en Europa occidental, y buscándole problemas a países como Holanda, pretende exacerbar el nacionalismo.
Aunque el líder holandés es señalado de usar la coyuntura para sacarle provecho político, la propia actitud de Erdogan ha desencadenado y agudizado las tensiones de manera peligrosa con calificativos subidos de tono que plantean un escenario complicado, mas cuando en las elecciones holandesas un tema clave giró alrededor del discurso del odio frente a los musulmanes.
En lo que tiene que ver con Turquía lo cierto es que Erdogan ha agudizado su comportamiento autoritario desde el fallido golpe de Estado del año pasado. Ha llegado a minar a la oposición, ha restringido la libertad de prensa y ha perseguido a las voces académicas que se atreven a cuestionar sus acciones. Ese talante autoritario se vuelve muy problemático para las relaciones de Europa con Turquía, y con las tensiones que se experimentan se ve difícil superar los choques recientes.

Es lógica y coherente la reacción europea de solidaridad con Holanda y rechazo a los insultos usados por el líder turco, quien busca vender la idea de que los europeos son enemigos de su país. Ahora bien, es cierto que Erdogan está usando la situación a favor de su agenda política. Abuso y falta de tacto en ambos escenarios es lo que se ha visto, y el único remedio parecería ser poner freno a los nacionalismos populistas que siguen creciendo en esa zona del mundo. Si las relaciones entre los dos países no vuelven a la normalidad, los turcos de Holanda y de otros países europeos podrían sufrir las consecuencias de la islamofobia mayor y de los sentimientos antiinmigrante.