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Daniel Ortega encarna la mayor contradicción que puede cargar consigo cualquier mandatario. Un guerrillero que se alzó en armas contra la barbarie de Anastasio Somoza se convirtió ahora en un dictador que somete al pueblo que lo eligió, y que jura defender, con métodos tan bárbaros como los que combatió. La paradoja que hoy vive Nicaragua requiere de medidas drásticas de la comunidad internacional para que se detenga el baño de sangre que ya deja por lo menos 350 muertos, cerca de mil heridos y cientos de detenidos, según confirmó la propia Comisión Interamericana para los Derechos Humanos, que visitó el país centroamericano.
Lo que sucede hoy en Nicaragua con Ortega, que lleva ya once años en el poder en su segundo mandato, es en buena parte resultado del patrocinio del régimen venezolano que ha aceitado la maquinaria de este como de otros estados afines, que a punta de decretos y de medidas constitucionalmente arrevesadas se ha mantenido en el poder. Al mejor estilo de los colectivos chavistas en Venezuela, el régimen de Ortega se valió de las juventudes sandinistas, de simpatizantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional y hasta de encapuchados en motos para ejercer la represión que lleva ya tres meses. Y todo se desmadró.
La esposa de Ortega, que es su vicepresidenta, Rosario Murillo, es parte de estas decisiones represivas contra el pueblo, toda una contradicción de quien se dijo defensor de las causas de los más necesitados. Los intentos de la Iglesia para mediar en esta situación y el clamor de empresarios y de organismos internacionales han encontrado oídos sordos en el régimen. Esto motivó que la Organización de Estados Americanos expidiera una resolución condenando los hechos, la cual fue aprobada por 21 de los 34 países miembros. En esta se condenó una y otra vez lo que allí está sucediendo, invitó al diálogo y pidió que se convoque a elecciones anticipadas como una forma de empezar de nuevo.
A las voces que piden cordura al Gobierno de Nicaragua se sumaron las de la Unión Europea y del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, que pidió el fin a la represión, así como el desmonte de los escuadrones paramilitares. Ha dicho en la OEA el enviado de Ortega, que los opositores son golpistas, algo extraño para un presidente que se ha prolongado en el poder, que tiene como segunda en el mando a su propia esposa, que controla las Fuerzas Militares a las que usa con mano de hierro y que restringe las garantías constitucionales de todos los opositores.

La comunidad internacional debe cerrar filas para recuperar la democracia en este país. Para hacerlo debe presionar a Ortega para que deje la represión y esto lo tiene que hacer tomando decisiones que bloqueen las posibilidades del mandatario para perpetuarse en el poder. No se pueden cometer los mismos errores que con Venezuela, menos aquí en donde los muertos se cuentan por centenares y no se ve posibilidad de llegar a una solución negociada. Los desmanes de los que se llaman sandinistas solo repiten la barbarie de lo que tanto rechazaron. Es una lástima que las posibilidades de mostrar una forma decente de Gobierno, terminen con una dictadura que llena de muertos su propio país, solo por mantener la autoridad y el poder. Esa es la paradoja nicaragüense.