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El fallo de la Corte Suprema de Justicia en el que ordena a Publicaciones Semana revelar las fuentes de una historia publicada en el 2013 en Dinero (propiedad de Semana), en la que se habla de "aparentes irregularidades" de Leyla Rojas, exviceministra de Aguas y responsable de sostenibilidad en un proyecto carbonífero, pone al periodismo colombiano en una situación de riesgo y a la democracia en una encrucijada. Si bien hay la posibilidad de que se hayan cometido errores, el secreto profesional de los periodistas es sagrado y hace parte de la tradición legal internacional que no debería ser vulnerada de ninguna manera.
La determinación de la Corte respalda una decisión del Tribunal Superior de Bogotá (un juez había fallado al contrario en primera instancia), ante el cual insistió la afectada buscando amparo a su honra. Desde luego que ella puede velar porque se le garantice tal derecho, pero un asunto individual no debería estar nunca por encima del derecho a la libertad de expresión, cuyas repercusiones son masivas y, por tanto, de interés amplio y general. En una democracia hay que respetar y acatar a los jueces de la República, pero eso no es óbice para dejar de señalar sus posibles errores.
Razón tiene la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), que muestra su preocupación por el estado de vulnerabilidad en el que quedan los periodistas, quienes quedarían en la disyuntiva de no publicar denuncias para evitar la obligación de revelar fuentes, o la de ser castigados penalmente al proteger la identidad de sus fuentes. Cualquiera de los dos escenarios son absurdos en un mundo en el que los casos de corrupción logran saberse y ser enfrentados gracias a las denuncias de los periodistas.
Decir que la actividad periodística "impone a quienes la ejercen unos deberes de fidelidad, imparcialidad y certeza”, corresponde a principios básicos de la ética del oficio, pero tal obligatoriedad nunca podría ser considerada objeto del derecho penal en una democracia, en la que la libertad de expresión debe ser pilar fundamental, y donde existen caminos constitucionales para sancionar posibles errores en la materia. Eso de obligar a un periodista a entregar al afectado los documentos en los que basó sus artículos, para supuestamente corroborar la autenticidad de las afirmaciones hechas, parece más propio de regímenes totalitarios que de un país regido por el Estado de Derecho.
Además, la reserva de la fuente no es un privilegio de periodistas, sino una garantía para quien se atreve a revelar información que, de hacerla con nombre propio, expondría su seguridad. Una decisión contraria suena a retaliación, por lo que estaríamos ante un criterio equivocado de justicia. Es fundamental que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) haga claridad acerca de lo delicado del asunto, sobre todo porque hay una tendencia de ataque a la libertad de expresión e información en todo el continente, empezando por Estados Unidos, y eso tiene consecuencias nefastas, más cuando la denunciada no se afecta en su intimidad, sino que es un cuestionamiento a una actividad pública, crítica a la cual están obligados a ser tolerantes, en principio, los funcionarios oficiales.

Un fallo como el anotado suena desproporcionado y salido de lógica en un país en el que hay tantos crímenes contra periodistas, que terminan impunes. Más que defender la honra de una persona, el dictamen resulta intimidatorio hacia quienes ejercen el oficio de buscar la verdad y denunciar graves irregularidades que se cometen en el Estado, las cuales no afectan a una persona específica, sino a toda la sociedad. Esperamos que en la revisión que hará del fallo la Sala Laboral de la misma Corte Suprema se haga la corrección necesaria.