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La Comisión Primera de la Cámara de Representantes, en una votación inesperada de 22 contra 6, aprobó en primer debate el pasado martes la reforma constitucional que ampliaría el periodo de los actuales gobernadores, alcaldes, concejales, diputados y ediles hasta el 19 de julio del 2022. O sea, que las elecciones programadas para octubre del año entrante solo se harían en marzo del 2022, de manera simultánea a las de congresistas. Antes del 16 de diciembre de este año se deberá votar en la plenaria de la Cámara y tendrían que surtirse las dos votaciones respectivas en el Senado, pero por tratarse de una reforma constitucional en el primer periodo de sesiones del 2019 se darían cuatro debates más. Es decir, la incertidumbre acerca de las elecciones regionales se extendería hasta mediados del 2019.
Además del limbo electoral que se vivirá en el país hasta tanto sea aprobada o negada esta iniciativa, expertos han señalado que podría ser inconstitucional por extender de manera artificial en el Legislativo un acto surgido de la elección hecha por los ciudadanos en las urnas para un periodo determinado. Sería muy diferente si se estuviera contemplando la posibilidad de cambiar la extensión de los mandatos futuros para emparejarlos con las elecciones parlamentarias y presidenciales, si ese es el objetivo, pero actuar sobre periodos que están corriendo va en contra de toda lógica legal y podría no resistir el análisis de la Corte Constitucional, causando nuevas confusiones de mayores dimensiones.
Los argumentos que se esgrimen para respaldar el proyecto pueden ser benéficos en teoría, pero en la práctica terminarían profundizando la perversidad actual de la política. La idea de acoplar el Plan de Desarrollo Nacional con los planes de desarrollo de departamentos y municipios es aparentemente positiva, y ayudaría a coordinar políticas de una manera más efectiva, pero eso también implicaría un debilitamiento de la autonomía de las regiones y un retroceso mayor en descentralización. No puede olvidarse que fue la misma Constitución de 1991 la que separó esas elecciones, con el propósito de darle más fuerza a las autoridades locales y que no fueran una especie de “premio seco” de las demás elecciones. En caso de aprobarse, todo el interés lo acapararían los personajes nacionales en disputa y se descuidaría lo local.
Podría, además, generarse un caos en el conteo y trámite logístico de los datos en la Registraduría y hasta mayores confusiones de los ciudadanos ante la gran cantidad de tarjetones que se manejarían de manera simultánea. No se sabe muy bien cuáles son los verdaderos objetivos de este adefesio, pero las interpretaciones acerca de las intenciones escondidas podrían ser múltiples, y van desde querer enfriar el auge de fuerzas alternativas a los partidos tradicionales que se expresaron en las pasadas elecciones presidenciales, hasta decir que el principal motivo es que se le extienda al actual alcalde de Bogotá su período.

La supuesta intención de abaratar los costos electorales para el Estado, que suena bonita, riñe con temas de más fondo como los planteados en la reforma política, los cuales sí apuntan a depurar ese ejercicio y mejorar la democracia. Más que bajar costos lo que se necesita es abaratar las campañas acabando con el voto preferente, fortaleciendo las listas cerradas, pero al mismo tiempo obligando a que haya partidos más fuertes y consolidados con mecanismos serios de promoción interna de liderazgos y financiación estatal, entre otros. Incluso, el Congreso debería estar concentrado en discutir la reforma a la justicia que se requiere con tanta urgencia, antes que derrochar esfuerzos en un proyecto a todas luces innecesario e inconveniente, además de inoportuno.