Fecha Publicación - Hora

Como "bofetada a un aliado fiel" fue calificada por el Gobierno de Israel la decisión de Colombia de reconocer a Palestina como un Estado libre, soberano e independiente, lo que ya han hecho todos los gobiernos de América Latina con excepción de Panamá y México. En su comunicación se manifiestan sorprendidos y decepcionados por la determinación asumida el pasado 3 de agosto, en la recta final del gobierno de Juan Manuel Santos, y acerca de la cual ya el nuevo canciller colombiano, Carlos Holmes Trujillo, afirmó que se hará un examen minucioso a la luz de las normativas del Derecho Internacional.
Más allá de las discusiones domésticas acerca de la forma de actuar de Santos o del presidente Iván Duque en la actual coyuntura frente a ese tema, hay de fondo un asunto acerca del deber ser de las relaciones internacionales de Colombia tanto con palestinos como con israelíes. Nuestro país debe tratarlos como iguales, nuestra diplomacia no puede entrar a tomar partido a favor o en contra de alguno de ellos, y muy por el contrario tratarlos como amigos a los que quiere ver estrechándose la mano. Por eso, Colombia estaba en mora de tomar la decisión de reconocer el Estado Palestino, como ya lo hicieron desde hace tiempo la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y 138 países de manera individual. 
Además, el mundo debe entender que un paso de este tipo corresponde solo al ejercicio de la soberanía colombiana, que es inalienable. Por eso, no era necesario informar a ningún tercero acerca de este reconocimiento, porque no se trataba de pedir consentimiento o dar lugar a presiones indebidas en un sentido o en otro. Bastaba con que el gobierno saliente y el entrante dialogaran al respecto, como ocurrió, y que el saliente asumiera la responsabilidad de ese acto a nombre del Estado, esas eran sus facultades hasta el pasado 7 de agosto, cuando entregó el poder a la actual administración.
Si a la luz de la historia uno observa lo sucedido a estos dos pueblos, y lo hace con una mirada objetiva, desde afuera, como lo debe hacer Colombia, no queda más camino que expresar solidaridad por ambos. El primero, por haber sido despojado de parte de sus territorios milenarios para dar espacio al segundo, un pueblo que venía reclamando su lugar desde hacía tiempo, y que en su condición errante fue víctima de toda clase de atropellos que alcanzaron su punto más bárbaro e inquietante en el holocausto nazi. Para bien de la paz del mundo, lo justo es que ambos sean reconocidos como Estados y que sus diálogos en la búsqueda de acuerdos se haga en niveles similares, equilibrados, y a eso contribuye Colombia con su decisión.
Así, pues, sería un error tratar de echar reversa, más cuando en el Derecho Internacional no pueden estarse dando este tipo de ambivalencias. Está bien que, como lo anuncia ahora el Gobierno, se reúna la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores a examinar el caso, solo para ver si técnicamente se cometió alguna equivocación, pero la determinación de fondo debería permanecer como está. Revertir lo actuado en este caso solo opacaría más el ambiente diplomático y se terminaría enviando un mensaje equívoco a la Comunidad Internacional. 

La mejor manera en que el gobierno de Duque puede garantizar excelentes relaciones de cooperación con ambos pueblos, considerándolos aliados y amigos, es darles el mismo tratamiento, y ayudar a que la beligerancia entre ellos cese. Echar para atrás el reconocimiento, sin que Palestina haya actuado de manera inadecuada contra Colombia, no tendría presentación y solo nos mostraría como un país carente de seriedad.