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La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la Presidencia de Perú, en medio de acusaciones de corrupción, es apenas el hundimiento de una pieza en el naufragio que aún no termina de la política del vecino país. Los señalamientos a más miembros del Gobierno posiblemente involucrados, las probables componendas que se armaron con el fin de evitar esta debacle que ya no tiene freno y la falta de un futuro cierto hacen temer que se prolongue la incertidumbre en el Gobierno con las temidas consecuencias para la institucionalidad, para la política y para la economía, que se venía recuperando de manera consistente.
Asumió el poder el vicepresidente del país, Martín Vizcarra, quien había sido enviado, casi literalmente, a los cuarteles de invierno. Fungía como embajador en Canadá, alejado de las fuertes corrientes que agitaban la caída del Gobierno, pero desde allí debió regresar a asumir la responsabilidad de hacerse cargo del barco, sin los apoyos suficientes necesarios para mantenerlo sobreaguado. La polémica continúa y podría extenderse a otros colaboradores del mandatario saliente, pues varios partidos quieren un cambio radical de quienes ostentan hoy el poder y parece que no se detendrán hasta lograrlo, con el fin de forzar un viraje total en la política nacional.
El apellido Fujimori, como hace 20 años, está detrás de esta crisis institucional y de pérdida de credibilidad de los políticos tradicionales, la situación en la que el patriarca y entonces candidato, Alberto, un empresario que enarboló el discurso antipolítico, logró hacerse al poder. Dejó secuelas de autoritarismo que no terminan de superarse. Hoy es Keiko Fujimori la que aprovecha para portar la bandera de su padre, luego de que logró que Kuczynski contra todo pronóstico, dejara en libertad hace un mes, por supuestas razones humanitarias al exgobernante, tan solo un día después de haberse librado de ser destituido por el Congreso, que había vuelto a enfilar baterías para ese propósito. Ahora no hubo quién detuviera la debacle.

Si Vizcarra logra sobrevivir al temporal, tendrá tres años difíciles en los que es necesario recobrar la confianza de los electores, pues hoy es difícil ir a las urnas en este ambiente enrarecido, en el que una convocatoria de esta especie puede tener resultados impredecibles. Deberá ser muy sagaz para tomar sus decisiones, mover los hilos que le garanticen una mayoría en el legislativo y convocar al consenso con el fin de poner al país por encima de las veleidades que se pueden agitar en momentos como estos, en los que cualquiera puede intentar pescar en el río revuelto que deja el naufragio. Está demostrado que la peor situación para cualquier democracia sucede cuando la institucionalidad se debilita y ese es el riesgo que tiene hoy Perú, un espejo que permitirá mostrarnos caminos a otros países latinoamericanos que pueden vivir situaciones similares ante la tormenta Odebrecht que aún no cesa.