Me fascina el título de la obra editada por la historiadora Margarita Suárez, homónimo de esta columna. Me fascina porque trata acerca de los vínculos personales de la élite con sus criados en la sociedad indiana, concretamente, de los virreyes con sus criados.
La monarquía no requirió de grandes ejércitos para el control de sus extensos dominios americanos, solo necesitó saber administrar un gran secreto: la potestad de repartir gracias y mercedes entre sus beneméritos. En la sociedad indiana prevalecía, según Alejandro Cañeque, una cultura del favor, la cual contribuía permanentemente a renovar los lazos de lealtad entre la Corona y sus vasallos.
Según Jorge Gamboa, fueron frecuentes las largas peleas entre las bandas de soldados castellanos, vascos, andaluces y extremeños que reclamaban al monarca mercedes y gracias por sus méritos en las primeras décadas de la Conquista de lo que sería el Nuevo Reino de Granada. El Archivo está lleno de las llamadas probanzas de sus hechos heroicos sobre cómo aplastaron las rebeliones de indígenas y de esclavos o cómo fundaron ciudades y sus hazañas fueron las más grandes.
Como se mencionó, los virreyes tenían el deber de premiar con mercedes y gracias a estos beneméritos. Empero no siempre fue así, porque primero estaba la familia. En el mundo indiano, la familia (y sí, entienden a los criados como parte de ella) era fundamental para los comerciantes, para “generar confianza”, como se dice ahora. De allí que había que gobernar con la familia y los allegados.
Cuenta la experta Pilar Latasa que, en 1603, el marqués de Montesclaros viajó de Cádiz a la Nueva España, México, y llevaba a 83 criados para posesionarse como Virrey. Mientras más criados tuviese un Señor más renombre tendría su Casa y si eran europeos, mucho mejor. Por ejemplo, el príncipe de Esquilache viajó al Perú con un numeroso séquito, una “comitiva” integrada por 188 personas, de las cuales cuatro eran criados portugueses, para lo cual se requirieron seis galeones, como cuenta Gleydi Sullón Barreto.
Para un asunto tan delicado como era gobernar se necesitaba de la lealtad de los súbditos ¿y qué mejor que los criados para manifestarlo? Estos, como analiza Gleydi Sullón Barreto, ocuparon puestos importantes en el gobierno del Príncipe Esquilache, aunque rompiera el equilibrio político local, pues el poder y sus puestos eran para los llamados beneméritos.
En este caso y el de México virreinal, la costumbre de los virreyes señalados fue la de servir a sus familias haciendo uso de la liberalidad que le había otorgado su Amo, el Monarca, dándole gracias, mercedes y cargos a sus parientes, lo cual generaba la justa protesta política de los antiguos de la tierra.
En octubre de 1618, el rey tuvo que prohibir “que de aquí adelante” sus funcionarios —los Oidores— de las Indias “no pueda llevar ni lleve consigo su mujer hijo ni hija parientes ni parienta suyo ni de los demás oidores fiscal ni ministro de la audiencia donde recidiere ni a título de criados más de aquellos que pareciere ser forsosos para su servicio personal que según sea considerado bastaran tres”.
Lo cierto fue “que de aquí adelante” la cultura del favor impregnó a toda la sociedad. Fue tal el asunto que hubo que expedirse la Real cédula “para que no se admitan en los cabildos parientes dentro del quarto grado de consanguinidad”. En 1779, el alcalde Cartago Juan José Ruiz Salamando denunció que los capitulares votaban por sus parientes en la elección de oficios concejiles.
Quizás el lector esté de acuerdo de que la anterior reflexión histórica tiene mucho que contribuir al debate público que a veces amarga a los colombianos.