He pensado, en momentos de pesimismo y de nostalgia, que las verdaderas horas felices sólo se le dan al ser humano mientras duerme. Y es que el hombre es una transitoria isla melancólica, que neutraliza sus melancolías al sumergirse en las oscuridades del sueño. Schopenhauer, el gran pesimista, avalaría lo anterior. Otras veces, más realista, he considerado que la felicidad debería medirse por la suma de los momentos de las risas, anotándose un punto por cada una de estas, dos más por cada sonrisa, y tres más por cada carcajada. En el futuro, un mínimo chip en el cuerpo nos contabilizará ese puntaje; y al revisarlo sabremos cómo vamos con la felicidad.
También el amor es una felicidad, porque, precisamente, es una sonrisa íntima, en el alma, permanente… mientras dura. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, Neruda dixit. Y eso del amor, tan dudoso, lo ratifica el mismo poeta en el mismo poema: “Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero”. Huidiza, exigente y vacilante dicha, el amor va unido a una cierta angustia. Si, según el Evangelio, “la verdad os hará libres“, la risa nos hará felices. Y la sonrisa, la íntima, la reservada y lúdica, la filosófica y graciosa, la leve y sutil, aún más. ¡Qué satisfacción sonreír así! ¡Presente, Rabelais, presente!
La risa es un olvido feliz de lo pesado, y de lo demás así de esta vida; es un detener el tiempo -cruel y avasallador tiempo-, porque los efectos de la risa se prolongan, y después se reviven como sonrisas. La risa es un separarse, sin pecado, del deber; y es un breve paraíso; y es la mayor autenticidad, pues imposible es reprimirla y, además, muy difícil actuarla bien en el escenario. La risa es sentirse en puridad sociable, muy conectado con aquel que nos la causa y con los que ríen con nosotros. Condumio volátil de carcajadas sinfónicas, la risa es una auténtica solidaridad en la alegría.
Los teóricos aseguran que a las mujeres se las enamora haciéndolas reír. Obvio, porque así se les envía una promesa de felicidad. Los hombres, más animales, nos fijamos en el sexo, mientras más bello y curvilíneo -ilusos- creemos que allí estará la gran dicha permanente. Esclavos del instinto, lo confundimos con el amor. Los niños sonreirán siempre, con sonrisa de satisfacción, ante los finales, dichosos y alegres, de los cuentos de hadas. Y con los payasos, bagaje de simpatías, los que serán sonrisas para toda la vida; y que ya mayores llegarán como un retorno feliz a la feliz infancia. Si, como dicen las estadísticas, el adulto ríe entre unas 15 y 100 veces al día, mientras un niño lo hace unas 300, bien se entenderá que el infante será un 300% más feliz que el adulto.
De lo anterior hay raras variedades. Una, el psicópata que sonríe mientras piensa en matar: felicidad asesina. Dos, Fray Torquemada, siglo XV, inquisidor español, sonreiría al mandar esos herejes a la hoguera: sonrisa igual asesina. Pero, como también fue durante un tiempo confesor de Isabel la Católica, debió sonreír, en forma benévola y comprensiva, al escuchar los ingenuos pecados de esta casta soberana. No parece tan pertinente lo que han dicho sobre el tema algunas autoridades. Montaigne aseveró algo intrascendente: que la risa nos diferencia de los animales. Erasmo, tratando de ser profundo y falsamente pesimista, aseguró que la risa obedecía a nuestra humanidad falible y rota. Para Freud, se trataba de un mecanismo para expulsar la energía negativa; o sea, deduzco, que las carcajadas deberán transmitir potentes tristisimos efluvios peligrosos. Bergson lo complicó y hoy ni se sonríen con lo extenso que escribió al respecto. Estas mis reflexiones tendrán que ser ligeras, muy ligeras y al vuelo, porque, al revisar las consideraciones de los anteriores domines, me confirmo en que tenía gran razón y buen seso aquel humorista, cuyo nombre no recuerdo, el cual, cuando le preguntaron qué era divertido, respondió: eso no lo sé, pero sí sé lo que no es gracioso, y es tratar de reflexionar en profundo sobre el tema.
Apostilla. Lanza del Vasto: “La sonrisa de una virgen es una herida exquisita”.