Su padre, un inmigrante que abandonó a su familia. Nuestro personaje, un aprendiz de zapatero. Todo esto y tal vez menos lo fue en sus comienzos, pero algún buen demonio que llevaba en su interior, lo tornó en paladín de una causa que más tarde sería la de su país, la de toda una guerra y la de la justicia: la liberación de los esclavos en los Estados Unidos.
William Lloyd Garrison, a principios del siglo XIX era un joven de muy pocos estudios, de brevísimas lecturas, salvo, tal vez, la Biblia; con unas poco numerosas y aún menos profundas ideas políticas. Pero pertenecía a la estirpe humana de aquellos lejanos hebreos que, con la justicia en su verbo, entonaron tantas luchas por su pueblo; siempre en ello, aunque a veces  con  cierto encono  justificado en contra de las faltas de ese mismo pueblo.
Óigase lo que escribía este reciente profeta de veintiséis años, en su pequeñísimo periódico “El Libertador”, cuyo nombre hacia honor a su causa, aparecido el 1 de enero de 1831: “Que el derecho de ser libre es una verdad inherente al corazón y reconocida como tal por todos los que han escuchado la voz de la naturaleza… yo defenderé enérgicamente la emancipación de nuestra población esclava… yo seré tan duro como la verdad y tan intransigente como la justicia… no quiero moderación… hablaré claro, no recurriré a equívocos ni a disculpas ni retrocederé una pulgada. Y me haré oír.”
Pasa el tiempo y el constante Garrison ejecuta una escena para el recuerdo. Es el 4 de julio de 1843. Acto político. Ante su auditorio, numeroso, exhibe un ejemplar de la ley que castiga a los esclavos fugitivos y le prende fuego. En alto exclama: que todos digan amén. Y el gentío resopla: amén. Enseguida sacude una copias del fallo del juez en contra del esclavo Anthony Burns y la somete a la candela. La multitud, con más elevada voz ratifica: amén. Y para rematar, en su mano derecha agita un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos, lo mira, y mirándolo con iracundia, lo increpa: “pacto con la muerte y convenio con el infierno.”  Luego lo lanza a la hoguera, exclamando, a manera de exorcismo: “perezca”. En ese momento y con más fuerza, los presentes, antes que corear rugen: “perezca, perezca, perezca.”  
La escena tiene su trémolo y en su belleza gratifica la inclusión de la justicia, por parte de un hombre solitario, desarmado, sin otro instrumento que su voz, desafiando a todo el sagrado documento rector de su país, e igualmente al régimen protector de la infamia.
Veinte años después todos los hombres serían libres allá. Toda bella y justiciera causa nace de la indignación de un profeta; se acuna en la voz de un poeta; de allí pasa al corazón de un pueblo; luego se traslada a un guerrero de buen corazón o a un estadista cabal; y entonces se vuelve realidad.
Sufrió multas y cárcel. Agresiones y amenazas en contra de su vida. Pero al final fue respetado. Y nunca claudicó.  Conseguida la emancipación, continuó luchando para que se les concedieran a las mujeres todos los derechos políticos. Y también para que el fin de la esclavitud se tradujera en los derechos efectivos para los negros. No  obstante su  verbo radical, continuó predicando la no violencia para propulsar sus causas. Predecesor de Gandhi.
Murió de nefropatía. En el caso “Garrison”, yo hubiera preferido, para él, el martirio. Pero no: la democracia -la actual y la de su época-, tiene otra manera de “administrar” a sus contradictores. Prefiere consumirlos o subsumir o absorberlos o desconocerlos o enviarlos al ostracismo; y en el caso de una amenaza  verbal mayor, imponerles una sanción administrativa.
Por algo similar, Isaías fue aserrado de abajo arriba, por orden de Manasés; Sócrates fue obligado a beber la cicuta; Jesús, más dulce y más somero, fue crucificado. Si a Garrison le hubiese correspondido la buena suerte del martirio, estaría en esa galería, haciéndole compañía a los tres que acabo de mencionar.
Una existencia dedicada a esas elevadas causas. Como lo dijo uno de sus colegas en sus funerales, toda su vida “se mantuvo solo con la verdad”.