Políticos con delirios de grandeza pueden terminar en la drogadicción.

Aviso para gobernantes, aquí.

Hitler, el político como paradigma del hombre de las fantasías de convertirse en un conquistador mundial, era un puritano, un vegetariano, un seminarista de restringidas hormonas y relaciones sexuales, que predicó el rechazo a cualquier droga que produjese adicción. Tal vez fuera sincero en esto hasta cierto momento de su vida, pero su adicción al poder lo condujo, con sus ansias de grandeza y con sus aficiones fáusticas, a la drogadicción.

Que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer -muy inteligente y muy discreta-, es un dicho muy repetido y podría parafrasearse informando que detrás de ciertas situaciones de los poderosos hay un médico, cuyas funciones científicas y serias suelen serlo, pero también otras acaso lo sean con negativas repercusiones políticas. Y tan desastrosas.

Este debe ser un tema importante, para los gobernados, el saber quién es el galeno que aconseja y medica al gobernante. Este deberá cuidarse, también, de ciertos profesionales.

El caso de Hitler es arquetípico. Escogió como medico personal a Theodor Morrell. Este tenía títulos de diferentes universidades, pero, para comenzar en lo estrambótico, era ginecólogo; para continuar en lo grotesco, se había dedicado a ejercer como venerólogo, es decir a curar gonorreas; también era una especie de alquimista, experto en experimentar con pócimas raras y con mezclas salidas de su propio magín.

Y Hitler fue su conejillo de indias. Sufría fuertes dolores  de estómago y Morrell le daba a beber unos de sus menjunjes; y se los calmaba. Tenía  bajones de energía  -deprimido hoy- , y otro brebaje con  sicoactivos, y el temible volvía a serlo. Y así una y otra vez, suficiente para que “el infalible” desde su trono del poder se convenciera de que su salvador lo era este taumaturgo de la medicina. Dependiente de este facultativo,  lo mantuvo siempre a su lado.

Morrell le agregaba cada vez más elementos a sus bebedizos. Se contabilizaron 24 pastillas y inyecciones diarias. Primero vitaminas y azúcares; luego otras más con semen de toro y de cerdo; testículos de toro molidos; ovarios, diversos huesos y riñones, también molidos; más tarde eucodal, metanfetaminas, opio y morfina. Y al final, la reina de todas: la cocaína. Hitler “suspiraba” (yo, aquí, empleo suave palabra): cuando la uso pienso con más claridad”. Y en medio de la debacle final alardeaba: “fue  un logro heroico… dolores, mareos eternos… El peligro de la caída se cernía pero siempre dominé la situación gracias a mi voluntad”.

No era esta, lo eran Morrell y su droga. Médico y sicoactivos que -es muy posible- permitieron que Hitler, ya casi derrotado, no se derrumbara y que pudiera continuar con su guerra. El dictador, el supremo responsable. Y ese médico y sus estupefacientes, los cómplices necesarios de esas muertes adicionales. Y las consecuencias maléficas. Las catastróficas decisiones de Hitler en la guerra, pudieron deberse a las mescolanzas de Morrell. Se apartó de la realidad. Así como aquí alguno cree convocar multitudes imaginarias, Hitler, cuando su ejército casi que había desaparecido, en el papel movía y les ordenaba a miles de soldados, existentes sólo en su drogadicto y febril cerebro.

Aviso para gobernantes, aquí.

Los últimos años, y en especial los últimos meses, fueron catastróficos para el dictador. Un calvario. Insomnio. Otros más tremendos dolores de estómago. Estreñimiento, con deprimente espectáculo. Degradante. Escribe Morrell: 50 minutos, yo en la puerta del baño, Hitler en el water, esperando, y nada; lavativas de manzanilla, y nada. Otra vez en la puerta, Morrell sentado, acá, afuera, y Hitler, sentado, allí, adentro, forzando; y nada. El supremo poderoso no era capaz de mover ni su estómago. Halitosis o sea un gran mal aliento, que hacía o retroceder cautamente a sus interlocutores o a situársele de lado. Igual con sus flatulencias, estallando inatajables y que enrarecían con sus malos olores la atmósfera a su alrededor.

¡Toda una paradoja! Hitler fue el hombre más poderoso del siglo XX,  y quizás de toda la historia universal. Con excepción de Inglaterra, tuvo en sus manos a la poderosa Europa de su tiempo. Tanto poder tuvo y tan inmenso lo fue, que lo tuvo tan suficiente como para destruirse también a sí mismo. ¡Qué paradoja!