Aristóteles, quien ejerció una dictadura intelectual y universal durante tantos siglos, aseveró: el hombre tiene manos porque tiene cerebro; o sea que este último es quien manda y gobierna a aquellas. Anaximandro, a su turno, discrepó totalmente y aseguró: el hombre tiene cerebro porque tiene manos; o sea que son estas las que moldean y educan a aquel. Esto último suena estrambótico, pero la neurología actual se inclina a darle la razón a Anaximandro. Igual la vida máxima de Helen Keller (Estados Unidos, 1880-1968) contribuye a ratificarlo. Una fiebre a los 18 meses la dejó ciega y sorda, y como no oía, no obstante tener los órganos correctos, tampoco aprendió a hablar. Muda. Todo conspiraba para convertirla en un desecho semihumano, sin utilidad alguna y condenada a vivir cautiva dentro de su propio cuerpo. Sin embargo,  a través de las manos, de las suyas y de las de otras mujeres, aprendió a hablar y a oír.

Imaginarla puedo en esa oscuridad, vacía pero igual tan llena de soledad. El reproche de sus sentidos, paredes de un silencio absoluto. No existiría para ella, sino la sensación del abismo y de la nada. Triste de los sueños, ni Dios le podría hablar en esos sus vacíos sueños. Negro todo, y ni siquiera un moribundo y desdibujado crepúsculo, ni siquiera una sombra, ni siquiera el gris de la ceniza. Sin memoria inicial de qué, sin recordar qué, ella, prisionera de un primigenio olvido y luego señalada para hasta un olvido infinito. Los esplendores del mundo, afuera, plenos, pero ella sin ni la luz, ni el color, ni la música, ni la bondad de una sonrisa. La mirada, -si acaso así decirse puede- solo vuelta hacia sus internos horizontes vacíos, con el viaje hacia una noche sin retorno.

Laberinto interno de sellados pasadizos; laberinto sin puertas de ingreso, ni de salida; las que poco a poco se fueron abriendo. Primero fue Anne Sullivan, experta en ciegos, su ángel tutelar, siempre y todos los días trabajando con ella. La Sullivan le hacía  tocar algo, el agua, por ejemplo, y luego en las manos de la Keller escribía la palabra correspondiente, para que la captara en su mente. Después fue la terapista Sara Fuller. Helen introducía sus dedos en la boca de Sara, quien pronunciaba una letra. Primero la m, luego la p, luego la t y así sucesivamente, captadas por la Keller mediante las vibraciones. La Fuller podría pensar que “sostener esos dedos era como sentir el leve acariciar de una mariposa”. En la última sesión, cuando la terapista se despedía recomendándole que practicara, Keller pronunció las para ella cuatro palabras mágicas, de resurrección, de elevación, y fueron: “ya… no…soy…muda”. 

Luego de hablar vino el escuchar. Helen colocaba sus dedos en los labios de la persona, practicaba, hasta que por sus vibraciones aprendió a traducirlas en palabras en su cerebro. “Ya escucho”, dijo. Así oyó cantar al Gran Caruso. Y fue más allá. El gran violinista Jascha Heifetz interpretó para ella varias composiciones, mientras la Keller, con levedad, colocaba sus dedos sobre la caja del instrumento y así captaba por la vibración la correspondiente melodía.

Fue una épica individual y singular. Como una catarata de creatividad, escribió muchos libros. Incluso con títulos de sensibilidad y poesía: “Luz en mi Oscuridad” y “Paz en el Atardecer”. Ella comenzó su “Historia de mi Vida”, con una ondulante confesión de leves incertidumbres ante sus desafíos, que continuaron siendo muchos. Con humildad confesó: “No sin cierto temor comienzo a escribir la historia de mi vida. Supersticiosa vacilación se apodera de mí cuando intento descorrer el velo que oculta mi infancia tras una dorada niebla”. Pronunció muchas conferencias en su país y en más de treinta países extranjeros. Sirvió como ejemplo y se entregó a muchas bellas y diversas causas. 

Helen Keller fue varias veces condecorada como una vida ejemplar de superación, de generosidad y de servicio. Esa su vida refuta el ácido “Informe sobre ciegos”, de Ernesto Sábato, un adulto mayor ya ciego. Más bien, con Borges, otro ciego, en el “Poema de los Dones”, diría ella, si lo hubiere leído: “Nadie rebaje a lágrima o reproche… lento en mi sombra, la penumbra hueca…”. 

Helen Keller fue grande por sus méritos propios, pero también porque hay una justicia poética, y, en mi opinión, especialmente porque fue grata. Y la gratitud paga. Y paga bien. Y siempre. Y colma el espíritu. Y no importa lo que demore en el tiempo. Agradecida afirmó: “Todo tiene sus maravillas, incluso la oscuridad y el silencio, y aprendo, sea cual sea el estado en el que me encuentre” Y ya próxima a morir, le confesó a un amigo: “En estos oscuros y silenciosos años, agradezco a Dios que ha estado utilizando mi vida para un propósito que no conozco, pero un día lo entenderé y entonces estaré satisfecha”. Y eso que también se le negó el amor, eso “que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad”. Tantas causas defendió, y apacible y grata pasó por la vida prodigando la buenaventura, algo así como “por el misterio de la rosa, que prodiga el color y que no lo ve”.