Vida y muerte, muerte y vida, dos caras de una misma moneda. Mejor lo digo diferente: amigas y enemigas que se miran, se sustituyen, se alimentan, se traslapan y se enfrentan. Y resalto lo más contradictorio: se colaboran. Máscaras la una para la otra. Las historias que a continuación detallo así lo confirman.
El guano del Perú y el salitre de Chile, los abonos del siglo XIX, amenazaban con acabarse. Neurotizados, los europeos se dirigieron hacia Egipto, a desenterrar los miles de huesos de los esclavos sepultados con los faraones. Los trituraron como abono, y así los muertos les ayudaron a alimentarse a muchos vivientes. Luego excavaron las tumbas de los cientos de miles de soldados fallecidos en las guerras napoleónicas. Fue esta la gran contribución a la vida por parte de Bonaparte después de haber causado tantas muertes. Luego pasaron a los huesos de búfalos en Norteamérica, cuyos buscadores crearon el “Sindicato de Huesos de Dakota del Norte”, nombre telúrico, angustiante y además muy guerrillero y muy paramilitar.
Los alimentos así obtenidos y así paladeados, me recuerdan el título de un libro del gran inmolado Giordano Bruno (1600): “La Cena de las Cenizas”. Todo, asegura Bruno, es cíclico “según la ley suprema de la vicisitud”. Agotado lo anterior, el químico alemán Fritz Haber, judío, premio Nobel, encontró en 1909 la manera de obtener del aire el nitrógeno, elemento que hoy es el principal abono y que quintuplicó la producción de alimentos. Se calcula que ese proceso ha sustentado la vida de 4.000 millones de personas. Reconocido como el mayor hallazgo para la vida humana en toda la historia y denominado como el “pan del aire”, Gian Pietro Miscione, en artículo “La Ciencia y la Guerra“, afirma: “Alrededor del 80% del nitrógeno de nuestro cuerpo viene del ‘Proceso Haber’, es decir, de haber comido plantas o animales que comieron plantas nutridas con fertilizantes”.
Imaginable es que sin tales fertilizantes, aquí malvados negociantes -guerrilleros o paras- hubieran podido pensar en convertir en abono a los muertos generados por sus violencias. ¿Nosotros, como inocentes caníbales indirectos de esos sacrificados anteriores compatriotas? Leí sobre este científico y me interesé, admirado y agradecido (soy uno de esos 4.000 millones), y fue así como encontré -cara y cruz, ángel y demonio- que Haber fue un personaje que en su profesión y legado conjuntó lo que sostengo al principio de este escrito: vida y muerte uniéndose, repeliéndose, abrazándose. Quizás más desde la muerte hacia la vida.
Le acompañó la muerte desde su principio: su madre falleció en el parto. En la Primera Guerra Mundial produjo el gas de cloro. Con el uniforme de capitán alemán, en la batalla de Ypres, dirigió su letal volátil y causó 20.000 muertos. Cuando lo festejaba en su residencia, deprimida por ese hecho, su esposa se suicidó. (Ya irían 20.001). Se asegura que con ese gas causó 100.000 muertes más. Alemania, casi derrotada, pudo continuar y con ello la serie de muertos también. Igual, cuando, impedida la llegada de abonos por mar, Alemania debió rendirse por falta de alimentos, ese proceso le permitió continuar. Y a las muertes también. Considerado como criminal de guerra, de sus tres hijos, no pudiendo con ese baldón, dos se suicidaron. Igual una nieta suya.
Inventó un gas insecticida y con ello la posibilidad de más alimentos. Y otra vuelta de tuerca: más tarde, en la Segunda Guerra, los nazis utilizaron ese gas para asesinar, en el holocausto, a millones de judíos, incluidos varios familiares de Haber. No se le agradeció. El portero nazi le impidió la entrada al instituto que regentaba. Le puso una mano en el pecho y le prohibió: “el judío Haber no volverá a ingresar aquí”. Así pues, los muertos se traslaparon, físicamente a los vivos a manera de nitrógeno. La muerte, una máscara para la vida. Fritz Haber, con su vida y sus muertes aledañas, confirma eso. Y también este Nobel ratifica algo más: la vida, una máscara para la muerte.