Tiene nombre de mujer, y por ello nos habrá de resultar tan misteriosa, tan inasible. Casi que imposible, para cualquier enjundioso historiador, investigar y escribir un libro sobre la historia de la felicidad. Asunto tan lejano, tan cambiante como una nube, y como una nube tan proteico, tan elusivo, tan frágil, tan desesperante. Cuando la  creemos ya atrapada, en medio de un suspiro se nos escurre, se nos escapa. “La donna è mobile qual piuma al vento…” Así se nos presenta la tornadiza felicidad.
Para el ser humano varón, la felicidad tiene nombre de mujer. Y en la gran mayoría de los casos ellas le responden. Y muy bien. Más sin embargo, la poesía, el teatro  y la literatura en general (como los siquiatras), se inspiran en los casos puntuales, dolorosos, fracasativos, anormales casi, en los cuales aquellas mujeres les originaron la desgracia a algunos hombres. El paradigma aquí es Helena de Troya, la causante de una gran guerra y de tantos muertos; y todo por la frivolidad de esa mujer; y que luego diera inspiración a uno de los mayores poemas en toda la historia de la humanidad, a “La Ilíada”, la que pervive con ese mensaje después de 2900 años.  
Proceden así estos escritores porque, por ejemplo, una novela que describiera una  dicha plana y continua, y eso en 319 pesadas páginas, ¡que planitud de pereza! Y ni siquiera tal situación alcanzaría para inspirar un poema menor.
Porque acontece que el hombre -animal tan insatisfecho-, cuyas aspiraciones son tan variadas y casi que infinitas, no se conforma con una vida conyugal auspiciosa y tranquila, sino que ambiciona más. Pascal opinó que las desgracias le acontecen al ser humano por no ser capaz de permanecer solo y en silencio en una habitación. Exagerado, aunque, proporciones guardadas, resultaría, entonces, que la mujer -mejor adaptada a su hogar- estaría mejor equipada para la felicidad que el hombre.
El problema de la felicidad tiene que ver con esa sabia distinción que trae nuestro idioma y que falta en muchos otros. Carece de ella el inglés, por ejemplo. Diferencia el castellano entre ser y estar. Aquel implica algo de permanencia y este algo de transitorio. Así, pues, “estaremos”en la felicidad en un momento determinado, aunque en general, en lo que fuere el resto de nuestra vida, podríamos “ser” unos desgraciados. Y al contrario, “ser” felices aunque pasásemos por transitorios pasajes de “estar” en la tristeza. Habría que hacer un balance de tales momentos y recordar  lo que Solón, el ateniense, le dijera a Creso, rey de Lidia: no se podrá afirmar que alguien “es” feliz, pues eso quedará para establecerlo después de que haya muerto. 
Porque eso de ser feliz, como algo permanente, tal vez solo se nos da en la estación dorada de la niñez.
Las razones son claras.
Para el niño no existe el tiempo, nuestro gran posterior tirano. Vive el infante en el presente. Tampoco se preocupa por la felicidad, y no piensa si él lo es o si no lo es; no intenta definirla ni la busca. Está exento de vanidades, envidias y de esas ambiciones que de mayores nos corroen el alma y el pensamiento. No existe para él la palabra obligación. No le ha llegado todavía el dulce apremio del sexo. Es indiferente al dinero, al poder, al odio y a eso que se llama competir con sus semejantes. Pasa su tiempo en un estado permanente de éxtasis lúdico, pues jugar es su destino y por eso nada para él es serio ni trascendente.
No sufre si a su equipo de futbol le va mal. No ve ni oye noticieros ni lee la prensa. Para él no existe el gobierno, no disputa por asuntos políticos y no recibe correos de la DIAN. Como su vida va breve, no sabe de esas lacerantes nostalgias por el pasado. Sus miedos son superficiales y pasajeros. No está inmerso en esa jaula de bolsillo que se llama el impertinente celular. No recibe críticas por ser o por actuar, y más bien lo aprecian y estimulan y aplauden y le sonríen los mayores, sus circunstantes.
Es raro, pues parecería que la felicidad consistiría en estar rodeado de carencias. Pero no, más bien ese estado lo resumió el recientemente fallecido Antonio Gala: “la felicidad –afirmó- es darse cuenta de que nada es demasiado importante”. (Recomendación especial para matrimonios).  Aseguró eso, de seguro, porque fue consecuente con el nombre del pueblo en el cual nació y pasó su infancia: Brazatortas.
Parecido esto a lo que enseñara Buda, aunque no lo es, porque ese maestro predicó la supresión del deseo, y lo que ocurre con los deseos del niño es que, si bien es cierto que los tiene, ellos son elementales, y por lo general existirá alguien que más o menos bien los atienda. Jefferson, en la famosa “Declaración de Independencia”, consignó como derecho eso de la “búsqueda de la felicidad”, asunto que, por las raras dialécticas de la vida, hoy se ha convertido en una obligación. Algunos, incluso, sugieren que no es el producto interno de un país el que demuestra el éxito de un gobierno, sino  el índice de felicidad de la población. 
La problemática, hoy, consiste en que la felicidad, concepto tan etéreo, se nos ha convertido en el supremo objetivo del ser humano. Es como una dictadura sobre nosotros mismos, sobre los más cercanos e inclusive globalizada. Dictadura absoluta que no acepta excepciones ni discusiones.
Por la felicidad seremos juzgados. Pero, ¿será felicidad una felicidad obligada?