La nostalgia es un asunto de la edad. Mientras más años acumulamos, más nostalgias llevamos. No la padecen los jóvenes, y sí quienes hemos llegado a la tercera edad. Explico, porque existen dos clases de nostalgias. El tipo uno, la del pasado, que es el pesar por aquello que feliz nos fue para el alma, la de muchos tiempos hace, o sea aquello que tan grato se nos dio en la realidad de nuestra sensibilidad, y que, ahora, se sabe, los años no nos permitirán volverlo a vivir. No se nos retornará. Duele. La vida nos da, pero implacable después nos pasa su tardía factura. J. L. Stevenson explica lo anterior mejor que yo: “como dice esa vieja balada marinera, hemos oído cantar a las sirenas y sabemos que jamás volveremos a pisar tierra firme”.

El tipo dos, la del futuro, es aquella cancamurria y melancolía por aquello bello que pudo ser y que no fue. Y que, por estar en la edad provecta, ya no se podrá realizar. Es el caso de los amores contrariados, cuya añoranza acompañará durante toda su vida a los frustrados amantes. (“Los únicos amores eternos son los eternamente contrariados”: vale, porque siempre los alimentará la nostalgia). Juan Benet anota: “La memoria es un dedo tembloroso. Y es, casi siempre, la venganza de lo que no fue”. Cámbiese, mejor, la palabra “memoria” por “nostalgia”, y tendremos la morriña clase dos, la de los muy adultos pesarosos por aquello que hubiera debido y podido ser, y que no fue, y que ya no podrá llegar a ser. Por varias razones, la juventud no padecerá de ninguna clase de murria. La del pasado, porque no tendrá suficientes recuerdos como para suspirarlos. Y tampoco sufrirá la del futuro, porque este será para el joven una larga promesa de posibilidades. 

Alberto Savinio, este greco-Italiano tan incisivo y saleroso, cuenta en su “Nueva Enciclopedia” que le regaló a su hijo, niño lector, un ejemplar de “Don Quijote”. Lo comenzó con gurbia lectural, pero en breve lo dejó, e indiferente no lo volvió a abrir. Yo eso me lo explico porque don Quijote es el espejo de las reiteradas nostalgias de aquello que no fue. Y si en los jóvenes la nostalgia es lejana, en los niños será definitivamente inexistente. Para los chiquillos casi todo tendrá el encanto de un brillo primigenio y matinal, mientras que para los antañones será el gris crepuscular. Su tiempo, para los párvulos, tan breve en el pasado, e igual tan inmenso para el futuro, los inmunizará de esos pesares. Así, no se interesarán los pequeños por ese caballero de las tristes nostalgias. Don Quijote, repito, sufrió la saudade  del futuro, la número dos. Leyó y leyó y leyó, tanto leyó de caballeros andantes, que ya muy añoso se extrañó de no haberlo sido, y quiso en adelante serlo, y -medio loco y medio cuerdo, y tan viejo y tratando de modificar su pasado cual “esperanzas de antaño”- emprendió su marcha cual campeador de ensueños, buscando corresponderles a esas sus nostálgicas honduras. “Y así, el pasado salió a completar el mundo”. 

Si un suspiro evoca una nostalgia, don Quijote es el suspirante por excelencia. Muchos. El primer suspiro, en la primera parte, le llega cuando tras haber sido vapuleado por unos arrieros, suspiros exhala, “tales que los ponía en el cielo”. Después, el vecino Vivaldo le recuerda a Dulcinea, y a este le responde “envuelto entre suspiros”. Velando sus armas vuelve a su dama y da “tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma”. Incluso en un pasaje mezcla el caballero, ante una triste canción, suspiros y lágrimas. Y hay muchos más de aquellos. Y añadamos la castidad. Don Quijote lo fue. Y la castidad puede ser, más adelante, otra forma de la nostalgia. Aquellos que son sueños despiertos también nostalgias dan. Aldonza Lorenzo, su Dulcinea, era moza de sonrisa bailarina ante arrieros y transeúntes, pero don Quijote la ensoñaba cual inaccesible virginal manceba de muy blancos ropajes. Y, no obstante, por ella suspiraba, nostalgiado y nostalgioso, el idealízante lejano manchego.

Entre  otros muchos aspectos, se admira a don Quijote por su valentía. Sin miedos, sin reservas, sin cálculos, gran combatiente. Pero para mi coleto, la grandeza de don Quijote estriba en ese desafío -tan interno y suyo, y siempre y ya tan viejo él-que le presentó él a su nostalgia. No obstante lo anterior, y no obstante el título de este escrito, mereció él, y  la recibió, su epifanía. Un día, bajo el sol de La Mancha, magro, amarillento, enfermizo, con la vejez a cuestas, pero alegre como el que más, partió hacia los abiertos campos don Quijote, sin rumbo, pero equipado con su fe. Esa fue su aurora, la de su corazón. Tuvo el valor, ya viejo, de tratar de convertir sus nostalgias en realidades.