El discurso más importante de cualquier presidente, en el respectivo año, es aquel que pronuncia cada 20 de julio, al instalar las nuevas sesiones del Congreso. El país pendiente y escenario sin par para informar y convocar a la nación alrededor de su gobierno. 
Al que pronunciara en esa próxima pasada fecha nuestro presidente, puede anotársele, como positivo, el que guardara las proporciones, y el que no se le escucharan aquellas alusiones con frecuencia tan críticas como amenazantes, tan espeluznantes como tremebundas, esas que, en expresión festiva de Luis Landero, “nos invitan a pensar que el asesino se ha salido del cuento y viene en nuestra busca.”
No voy a referirme a la calidad de tal “pieza”; ni a algunas premodernas teorías del señor presidente; ni a otras de sus inexactitudes y desconocimientos. Más bien me aporta esa alocución conclusiones sobre la personalidad del presidente. 
Desconexión. Larga alocución. Está desconectado el presidente de lo que es el mundo de hoy, rápido y condensado, y en donde la capacidad de síntesis se exige en casi  todo. A lo muy extenso se lo hace a un lado. Creo que ni el 5% del país escuchó la alocución completa. Un discurso al vacío. 
Descortesía. La brevedad y la concisión son una demostración de cortesía  para con los oyentes. En esta ocasión fueron 101 minutos, tal vez la más larga intervención en la historia nacional de cualquier presidente en tales actos, duración que solo puede explicarse por el placer de ciertos oradores al oírse. Por eso el orador no se cansa, pero debe entender que su público sí, pues se trata de dos tiempos sicológicos muy diferentes. 
¡Oh vanidad, cuántas veces nos impides juzgarnos bien y juzgar correctamente a nuestros semejantes!
Narcisismo. Me parece que al señor presidente le puede su narcisismo, situación que nos conduce, a todos los seres humanos, a alejarnos, un poco o un mucho, de la realidad; y ello en favor y desmesura de lo que creemos que somos o podemos. Circunstancia más grave en ciertos oradores, que más se esfuerzan en oírse a sí mismos que en tratar de trasmitirle algo a su auditorio. 
Soledad. No sé por qué, pero el doctor Gustavo Petro me recuerda a  Richard Nixon. Lo escribo con el debido respeto, y también porque hay una biografía de este expresidente, la de Ralph de Toledano, un escritor que fuera colaborador y amigo del personaje, y que la tituló “Richard Nixon: un hombre solo”. Y un hombre, en su soledad, de muchas decisiones desacertadas, agrego yo. 
Soledad, porque me parece que el presidente Petro configura y toma sus decisiones en solitario, sin consultar y sin escuchar a nadie. Caso claro es el de la Guajira. Con sus ministros, allá estuvo toda una semana, y luego, dizque para atender de manera especial a esta sufrida región, decretó la emergencia económica y social, el 2 de julio, por 30 días; y cuando escribo esto, después de 26 días sin oficio y después de muchas críticas, se acordó del asunto  y solo se ha expedido un decreto especial, anodino y de burocracia y que nada aportará a la solución de la problemática del agua allá. 
Le gusta enconcharse en su aislamiento, porque, en este asunto, Petro demostró que no sabe bien qué es eso de la emergencia y tampoco lo consultó. Los presidentes anteriores llamaban a los expertos y con anterioridad tenían listos los pertinentes decretos. Petro lo decidió en solitario y…. y después no supo que hacer con esos excepcionales instrumentos. Así fueron 26 días de qué. 
Irresponsabilidad. Improvisa sus alocuciones para “descrestar”. Cuidar las palabras, en un presidente y especialmente en esos momentos de trascendencia, sopesarlas, es señal de responsabilidad. Cuando se improvisa, la prudencia puede escaparse y se pueden colar
vocablos o expresiones que desorientan y perjudican. Corrobora su irresponsabilidad lo que dije antes sobre el asunto de la Guajira. 
¿Consejeros? Por “sobrado” que se considere, todo presidente los necesita. Parece que Petro no los tuviera. O no los escucha. O si los tiene no lo son de categoría y no saben hablarle, porque no han leído a Maquiavelo, quien recomendaba, ante un príncipe vanidoso, no decirle directamente aquello que le corresponde hacer, sino que a él se le debe informar, se le deben suministrar los datos, y así y solo insinuando, se conseguirá que el susodicho príncipe llegue a la correcta decisión, el cual, en su vanidad, concluirá que la iniciativa fue fruto de su exclusivo caletre, tan fino y tan sagaz. 
Como conclusión, en contrario a lo que he asegurado antes en relación con lo negativo de la extensión, en este discurso, aquí, para el presidente, eso podría ser muy positivo. Porque este discurso, carente de un centro dialéctico, que no nos aclaró los planes del presidente y con afirmaciones que desconciertan (p.e.: “el Estado le está ganando la guerra a la subversión”), genera por sí mismo una desazón tal, un cansancio tal, unos signos de interrogación tales sobre el presidente, que mejor para él que, por su extensión, muy pocos lo hayan escuchado hasta su final.
Así fue como malversó el presidente esa gran oportunidad para sintonizarse con el país. ¿Serán iguales los próximos 20 de julio? Muy probable, porque genio y figura hasta -para desconcierto general-, hasta el 7 de agosto de 2024. 
No cambiará el presidente, porque, como con belleza lo escribió el recientemente fallecido Cormac McCarthy en “Todos los Hermosos Caballos”, la experiencia enseña “que ninguna criatura puede aprender lo que no cabe en la forma de su corazón.”