Los une que ambos propiciaron la guerrilla en sus países y ambos renunciaron a la lucha armada. De resto, nada más. Podría decirse que los acerca también el perdón, porque los dos fueron rehabilitados, pero, sin embargo, se diferencian fundamentalmente y en mucho más, porque mientras Mandela aceptó de corazón el perdón, y perdonó a su vez -fueron 27 años de cárcel-, y reconoció su error y dedicó toda su vida posterior a conseguir la unión de los espíritus y la paz de su país, Sur África, el presidente Petro recibió el perdón, pero no lo incorporó a su corazón. Y hoy, tanto tiempo después, no tiene resquicios de gratitud y no reconoce su error. Lo demuestra así su retórica, que repite la de sus tiempos guerrilleros. También lo indican así varias de sus actitudes, entre otras las tomadas en su posesión, y la de ahora ante la fecha que recuerda el robo de la espada de Bolívar.
Las circunstancias de Sur África, en los tiempos de las luchas de Mandela, eran muy diferentes de las que se vivían en Colombia en la época del M-19. Allá rigió el llamado apartheid, que desde 1948 y hasta 1991 impuso lo siguiente: los negros no eran ciudadanos y no tenían derecho al voto; la ley establecía categorías de ciudadanos, blancos, mestizos, indios, y por último los negros; la segregación racial que, entre otras, limitaba el derecho de los negros a la propiedad en determinadas zonas. Y uno muy denigrante, de hecho, los llamados pasaportes internos: los negros tenían que residenciarse en el lugar en que los blancos les señalaran, para ponerse al servicio de ellos. El apartheid fue declarado por la ONU como un “genocidio moral”.
Mandela ordenó que la guerrilla se limitara a actos de sabotaje, tratando de no causar muertes. Hubo algunas, aunque pocas. Condenado a prisión, confinado 27 años en la isla de Robben, liberado por de Klerk, se propuso conseguir algo más que la paz: la convivencia espiritual, la verdadera, esa sí total y del alma, entre blancos y negros. Así evitó una inminente guerra civil. Lo primero fue reconocer su equivocación. En su libro “El Largo Camino Hacia la Libertad”, a esa decisión de acudir a las armas la calificó, sin esguinces, como “un paso fatídico”. Generoso, dijo que de Klerk, su antagonista, era un hombre íntegro. A sus hermanos de raza, que tenían muchos muertos que llorar, les repetía sin cesar: “olvidemos el pasado y empecemos desde cero”. También insistía en que se debería reconocer que los blancos habían contribuido a “nuestro progreso, el de toda Sur África”. Mientras que su antagonista de su misma raza, Chris Han, tenía por lema “recordar y responder”, Mandela le contraponía “perdonar y olvidar”.
Opino que, antes que por sus luchas, fue por sus generosas actitudes, sucesivas y permanentes, por lo que se convirtió en un paradigma mundial de lo que se logra con la perseverancia en el perdón. Tanto, que en los estadios… Campeonato mundial de Rugby, Johannesburgo, 1995, y fueron los blancos asistentes los que corearon por varios minutos: ¡Nelson, Nelson, Nelson! La diferencia entre este sudafricano y nuestro colombiano viene dada, además de lo anterior, por su distinta actitud ante el perdón. Por lo general el perdón se analiza desde el punto de vista de quien lo otorga, o sea de la víctima. No se estudia tanto la actitud de quien lo recibe. Este último deberá proceder con un acto de aceptación de su culpa, con arrepentimiento y con gratitud hacia quien se lo ha concedido. De no aplicarlo así, el ofensor, o sea el perdonado, mantendrá su animosidad hacia el ofendido; y no le “perdonara” el haberle otorgado ese beneficio. Aceptará el indulto, pero solo por las frías exigencias de su derrota. Tenaz, permanecerá, como en el castizo refrán, “en sus trece”; y seguirá justificando interiormente los estropicios de su proceder.
Al hablar de la asimetría del perdón, Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, asegura que quien perdona “debe cauterizar el daño dentro de sí… (para que) este proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados”. Luego –insiste-, para que el perdón sea completo, debe darse el arrepentimiento del agresor. Indultados y perdonados los del exM-19, ahora, en sus gloriosos, repiten las actitudes y los gestos de quienes no agradecen ni se arrepienten, no obstante haber sido perdonados. Conmemoran alegres el robo de la espada de Bolívar, y me recuerdan uno de los epigramas del poeta Filippo Pananti: “El ofendido perdona, pero nunca el ofensor”. Y también el otro de Manuel Tamayo y Baus: “Dios perdona al que se arrepiente, y el mundo al que persevera en el mal”.
Como anexo novelístico, imagino aquí un casi imposible de hecho, y pido sus venias al lector y la lectora para la siguiente comparanza. Si Hitler, derrotado, hubiese sido amnistiado y hubiese podido continuar en la política, sin ningún arrepentimiento por sus crímenes, triunfante de nuevo en las urnas, con seguridad hubiera seguido pensando lo mismo… lo mismo en lo criminal… y celebrando y conmemorando su pasado.