¿Podría, acaso, un boxeador derrotar a un rival al cual admira y respeta? Así mismo, ¿podría un candidato a la presidencia, en esa situación, vencer a su competidor?
Lo veo difícil.
En los comienzos de la Segunda Guerra Mundial, Hitler pudo acabar con el ejército inglés en el puerto francés de Dunkerque, pero frenó sus tanques y permitió su evacuación hacia Inglaterra. Inerme esta, la hubiera podido invadir y someterla a la fuerza, pero suspendió varias veces la orden de ocuparla y, al final, la anuló definitivamente. Aquí pudo darse el comienzo de su derrota final.
Los historiadores no han podido dilucidar las razones de esta actitud. Yo doy aquí mi propia explicación: Hitler admiraba mucho a Inglaterra.
Bella esta admiración, la que, actuando sobre ese gran sicópata, uno de los mayores asesinos de la historia, nos salvó de su dominio guerrero. Sócrates (por medio de Platón) lo aseguró: la admiración nos puede hacer dudar de nuestras internas posiciones.
El que admira y confronta, pierde; pierde porque se considerará, desde el principio, un poco o un mucho, con algunas carencias y desventajas. Débil. Hay un deslumbramiento. Cegarse un poco. El otro asombrará y maravillará. El otro se constituirá en un paradigma; y por ello se apreciará como una contradicción interna el acabar o derrotar lo paradigmático. Se crearía un vacío. Un crimen sicológico en contra de nosotros mismos. Sería como asesinar algo dentro que consideramos valioso.
Quien admira tiene motivos de felicidad. Fascinarse con lo mejor y más elevado produce un placer estético. Es un entusiasmo. Genera seguridad, pues se consigue un referente, y si se lo derrotase al superior, se nos destrozaría una brújula. En la admiración tomamos algo de la otra persona, que al ser un modelo para nosotros, lo interiorizamos, lo cual implica una deuda, un caso de gratitud. Y derrotarlo implicaría una ingratitud y una deslealtad. Casi que ir contra nosotros mismos. Ir contra natura.
Detallo mejor otro episodio similar al de Hitler.
Tanto John Kennedy como Richard Nixon llegaron muy jóvenes al congreso de los Estados Unidos. Como tales se conocieron.
Los biógrafos coinciden en que al principio simpatizaron, no obstante los partidos y las posiciones antagónicas. Rápidamente Kennedy calibró a Nixon y aseguró: es alguien en quien no se puede confiar. Nixon, al contrario, le tomó gran devoción a Kennedy. Cuando a este, muy joven, hospitalizado al borde de la muerte le pusieron los santos óleos, Nixon exclamó: “oh Dios mío, este joven no debe morir”. (Ironías del destino: sobrevivió y lo derrotó).
Años después se enfrentaron por la presidencia y ganó Kennedy, por un margen muy estrecho. El momento clave y determinante fue el debate que sostuvieron en la televisión, el primero en las campañas en ese país.
En los preliminares del debate, Nixon, mucho más experto en esta clase de confrontaciones, cuando sus asesores le recomendaron no aceptar, pues Kennedy era menos conocido y se le daría publicidad, les respondió simplemente: “lo aplastaré”.  “Lo único que me preocupa -les añadió- es que quede tan magullado que la gente sienta alguna simpatía por él.”
Ocurrió todo lo contrario. Al encontrarse frente a su admirado John, no le funcionaron todos aquellos atributos dialécticos a Nixon. Perdió el debate y también la presidencia.
Bello sentimiento aquí; nuevamente operó la admiración, la cual libró, aunque transitoriamente, a los estadounidenses de Nixon, este sí, un delincuente perdonado.
Triste es decirlo, pero en esto de la admiración puede intervenir el estatus social y económico. Es difícil admirar la pobreza y que un rico admire a un pobre. Tal vez San Francisco y  la Madre Teresa la susciten, aunque no induzcan a su imitación. Más bien el pobre admira al rico, el feo al bien parecido, el tímido al desenvuelto. Nixon, hijo de un estrato dos, mofletudo, cara que no induce sino a la indiferencia, introspectivo, estaba en posición de desventaja frente a un Kennedy, hijo de multimillonario, mujeriego, exitoso como tal, juvenil, intrépido.
Lionel Suggs, de la raza negra, norteamericano, pobre, hijo de madre soltera, quizás por esas razones en su libro “Requiem por los Derrotados”, de manera exagerada apostrofó: “La irracionalidad y la inferioridad son los progenitores de la admiración”.
Por sobre todo lo anterior, valen tres aclaraciones. Uno: admirar es un bello sentimiento. Dos: no obstante esto, va un consejo: trata de no admirar a tus competidores o enemigos. Tres: la ventaja de los guerrilleros, y de los exguerrilleros también, es que ellos no admiran sino que odian a su contraparte.